Por Eber Gómez Berrade
Definir al escritor español Alberto
Vázquez-Figueroa en pocas líneas es casi imposible. Para empezar digamos que es
una de las plumas más prolíficas de habla hispana con más de un centenar de
novelas publicadas. En su larga y aventurera vida ha sido buzo, corresponsal de
guerra, inventor, cineasta y cazador de elefantes en el África central. Justamente
de esa etapa conversamos mano a mano con quien -sin dudas- es una de las personalidades
más atractivas de la literatura contemporánea.
Como
presentación, vale decir que Alberto Vázquez-Figueroa nació en 1936 en Santa
Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos
políticos al norte de África. Al poco tiempo su madre falleció y su padre
enfermó. Así que fue enviado a vivir con un tío que era administrador civil de un
fuerte militar en el desierto del Sahara. Allí aprendió a leer y escribir, y
siendo niño se apasionó con La isla del
Tesoro de Stevenson, El corazón de
las tinieblas de Conrad y las creaciones de Julio Verne. Siendo adolescente
volvió a España y estudió buceo, al recibir su habilitación se enroló con Jacques
Cousteau con quien pasó dos años, y luego comenzó a trabajar de profesor de submarinismo
en un buque escuela.
Navegó
alrededor del mundo, participó en operaciones de rescate subacuático, y luego
estudió periodismo. Cómo dice en el transcurso de la charla, su idea no era “pasarse
la vida en una redacción sino ver mundo”. Volvió a África, pero esta vez al
centro del continente. Allí luego de su experiencia como cazador, se convirtió
en corresponsal de guerra, y se largó a cubrir las revoluciones en Guinea,
Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, y Guatemala. A los 27 años escribía
para La Vanguardia, y llegó a ser periodista
joven mejor pagado de España.
Su
primera novela fue Arena y Viento que
escribió a los 16 años, recién comenzó a ganar dinero con la literatura a los
40 años cuando publicó Ebano. Y el
reconocimiento literario le llegaría con Tuareg,
según él, su mejor novela. A partir de ahí se convirtió literalmente en una
“máquina de escribir”. Ya lleva más de cien títulos
en su haber, más de 15 millones de ejemplares vendidos sólo en España, y es uno
de los autores más traducidos en el mundo entero. Algunos de sus libros fueron
llevados al cine en más de veinte películas, en las cuales participó como
guionista o como director. Así fue que actores de la talla de Omar Shariff,
Peter Ustinov, Mark Harmon, Michael Caine, Alberto de Mendoza, José Sacristán y
William Holden, dieron vida a sus personajes en la pantalla grande. En los
últimos años y paralelamente a su producción cultural, desarrolló una actividad
completamente distinta: la de inventor. Así fue como un día se dio cuenta que
utilizando el fenómeno de ósmosis inversa, se podía desalinizar agua de mar
convirtiéndola en potable y generando al mismo tiempo energía eléctrica libre
de contaminación y por sobre todo, barata. Su invento se transformó en proyecto,
que hoy se disputan varios países del Oriente Medio.
Vázquez-Figueroa tiene miles de anécdotas,
muchas muy extrañas; fue mordido por vampiros en el río Napo de la Amazonia, y
desde entonces no puede comer ajo; fue atacado por una orca en las islas Galápagos;
y un largo y sorprendente etcétera. Pero acá estamos, listos para conversar
sobre lo que más nos interesa: la caza del elefante en África central.
¿Cuándo decidió
convertirse en cazador de elefantes?
A
mediados de la década del 60, poco tiempo después de terminar mis estudios en
la Escuela de Periodismo volví a África, después de vivir mi niñez en el Sahara
Español. En esa época no quería pasarme el resto de mi vida en la redacción de
un periódico, escribiendo sobre cosas que nunca iba a presenciar. Cuando uno se
ha criado en el desierto y se ha empapado de libros que le hablan de las
maravillas del mundo quiere ir a verlo con sus propios ojos.
Así
fue que llegué a la Guinea Española, y conocí en una partida de póquer a quien
iba a ser un gran amigo mío, Mario Corcuera. Mario era piloto, comandante de
Caravelle, y un muy buen cazador a quien llamaban para hacer operaciones de
raleo de elefantes. Y un buen día me pidió que lo acompañara.
¿En qué circunstancias
las autoridades solicitaban estas operaciones?
Como
bien sabes los elefantes suponen un peligro para la subsistencia de algunos
poblados, porque cuando llegan a viejos pierden su tercer juego de muelas y, al
quedar desdentados, toman la costumbre de entrar en los campos de cultivo a
comerse el maíz o la yuca muchas veces terminando con lo que esa aldea tiene para
subsistir durante todo el año.
La
tarea del cazador regulador, a diferencia del cazador profesional, es la de equilibrar
los tantos. No se puede permitir que los elefantes acaben con los sembrados
pero tampoco que se acabe con ellos. Además los elefantes viven casi ochenta
años, cuando el resto de animales africanos vive quince años como máximo. Se beben
en un solo día lo que beberían cincuenta animales diferentes. Por eso, hay momentos
en que tienes que elegir entre matar elefantes o dejar morir a otras cincuenta
especies diferentes. No se trata de matar por matar sino de balancear las
poblaciones de diferentes especies.
¿Y cómo era el
trabajo de regulación que realizaban?
Nos
avisaban de que un macho viejo había pasado por un poblado y teníamos que darle
caza. Tal vez esa aldea estaba a cuatro o cinco días de viaje y cuando
llegábamos teníamos que seguirle la pista. Cuando se trata de cazar
paquidermos, si no llevas un buen rastreador estás perdido, porque puedes seguir
a una manada y cuando estás a punto de alcanzarlo, cae la noche y hay que
detenerse, mientras que él, que no duerme más que un par de horas, sigue
caminando y sacándote ventaja.
¿Cuánto tiempo
duraban las cacerías aproximadamente?
Podían
durar varios días e incluso semanas. Imagínate que cuando vas siguiendo huellas
no puedes llevar más que el fusil y comida para tres días como mucho. Muchas
veces el rececho se extendía más de lo planeado, y se convertía en una pesadilla,
sin nada que comer y durmiendo en el suelo.
Cierto día estábamos tras un gran macho muy
esquivo. Tanto fue así que al seguirlo nos quedamos sin comida. Finalmente
cuando lo abatimos, nos comimos parte de su trompa. Según los nativos, la parte
más sabrosa. Según yo, algo asqueroso con un aspecto como de callos a la madrileña
pero malolientes. Bueno que no teníamos otra cosa a la
mano. Al otro día me empecé a sentir mal del estómago. A la vuelta a la ciudad,
consulté con un médico y me dijo que podía ser una indigestión o una amebiasis
y me dio unas pastillas. No le creí, para mí era un envenenamiento de trompa de
elefante. Casi un año después, estando en Río de Janeiro, me vuelvo a
descomponer con dolores tremendos. Fui a
un médico, y le conté mi historia sobre el envenenamiento de trompa del
elefante. El médico brasileño me miró desconcertado, me revisó y al rato me
dijo, muy educadamente, “pues mire usted, lo que tiene es una apendicitis que
se ha transformado en una peritonitis, así que de acá al quirófano”. Me salvé
con lo justo.
¿Y qué armas usaban
para cazar en la selva?
Yo
utilizaba por aquel entonces un rifle doble Holland& Holland calibre 500.
Una joya, y la mejor arma para elefantes de foresta. En esas operaciones
debíamos tirar al cerebro. Mi amigo Mario tenía su Remington en calibre 30-06,
lo que para mí se me hacía extremadamente liviano, pero en sus manos funcionaba
a la perfección.
En
una ocasión íbamos Mario, nuestro pistero Alf -al que años después mataron los
de su propia tribu para comerle el corazón porque era un hombre muy valiente y
además ligaba mucho con las chicas de su tribu- y yo. Cuando de repente nos
salió un gorila de entre los árboles. Mario se quedó quieto, mientras que yo, que
le había dado mi arma a Alf, le decía por lo bajo a Mario que le disparara. Pero
el muy jodido, ni se movía mientras el simio rugía y se daba golpes en el pecho. No sabía si
quedarme allí parado o salir corriendo. Finalmente el gorila se dio media
vuelta y se fue. Como si nada. En ese momento le reproché a mi compañero su
falta de coraje por no haberle disparado, a lo que me respondió: ¿Recuerdas qué
balas llevamos en el rifle?, me preguntó. Y ahí me acordé. En su fusil tenía
balas sólidas para elefante, las que disparadas a tan corta distancia al gorila
podría haberle dado tiempo de echársenos encima y aplastarnos el cráneo antes
de caer muerto. En
aquella época tenía mucho que aprender, y afortunadamente Mario era mejor
cazador que yo.
¿Tuvieron algún accidente con elefantes?
No,
aunque lo más peligroso era cuando teníamos que seguir a un elefante que había
entrado en un poblado y que había sido herido por los nativos que lo atacaban
con lanzas o algún otro artilugio poco efectivo. Ahí la cosa se complicaba
porque un elefante herido es peligrosísimo, no sólo por su fuerza sino también
por su astucia. Los ejemplares viejos en especial son muy listos. Si se dan cuenta que los sigues se meten en
los cañaverales, y se protegen con el oído y el olfato de manera que cuando oye
tus pisadas sobre las cañas, se te tira encima y acaba contigo
Recuerdo
que a mi amigo Gianni Roghi lo mató uno de ellos en Bangui en 1967. Tardamos varios
días en encontrar su cuerpo porque el elefante ocultó su cuerpo con ramas.
Finalmente dimos con su cadáver cuando las hienas y los buitres lo destaparon. Roghi, era un famoso buceador italiano, autor de varios
libros sobre submarinismo con el que coincidí en algunas inmersiones y en el
Primer Congreso Mundial de Actividades Subacuáticas en el año 60. Era un tipo muy
fuerte y muy simpático pero tenía poca experiencia en selva.
¿A pesar de no ser típicos “marfileros”, podían vender los colmillos que
obtenían?
En algunos lugares como en la Guinea Española, sí
estaba permitido venderlo. En otros países, dejábamos el animal y las autoridades
se hacían cargo de todos los despojos.
¿Le pagaban bien por el marfil?
Generalmente no. Me acuerdo que Mario se quedó
con unos colmillos muy grandes. A mí no me interesaban en absoluto. Nunca me ha
interesado guardar objetos de mis viajes. La verdad es que viví toda mi vida
yendo y viniendo y nunca me quedé con nada, a excepción de los negativos de mis
fotos. Alguna vez le mandaba a mi padre algún recuerdo que él guardaba. Por eso
creo que me deshice del Holland & Holland. Pero cuando llevas este tipo de
vida, tienes que tener una absoluta libertad de movimiento. Creo que los
recuerdos se llevan en la memoria.
¿En qué países siguieron
la senda de los elefantes?
En
varios. En la Guinea Española, el sur del Sudán, el Camerún, lo que hoy es la
República Central Africana que era antes el Ubangui Chari, Uganda. Como cazador he recorrido buena parte del continente. Luego como
periodista y corresponsal de guerra he podido visitar muchos lugares alejados
de la mano de Dios, como Chad y el Congo. Más tarde he estado en Sudáfrica no
cazando, sino trabajando para Televisión Española en plena época del apartheid.
La verdad es que no me gustaba nada la situación racial que se vivía allí.
Hacía poco que había ocurrido la revuelta de Soweto, cerca de Johannesburgo,
donde veías las alambradas, los tanques, y decías joder, cuánto durará todo
esto. Tengo muy malos recuerdos de ese país, excepto de las mujeres que eran
bellísimas.
¿Cuánto de usted tiene el personaje de Jonathan Rhin, aquel “marfilero”
que buscaba al mítico elefante Abdullah en su novela Marfil?
Supongo que nada. Mira, en literatura los
personajes tienen que ser independientes del autor. Es cierto que en mis
primeros libros como Arena y Viento,
o Bajo siete mares, hay mucho de mí,
pero cuando te conviertes en novelista tienes que ser distinto de todos los
personajes. En toda mi carrera debo haber creado más de mil personajes, y yo no
puedo tener nada que ver con ellos.
¿Y en qué libros plasmó sus experiencias como cazador de elefantes?
Hay varios en los que he utilizado situaciones de
aquellas épocas y de aquellos lugares, por ejemplo en África llora, África
encadenada, Marfil, o en Kalashnikov.
Esas experiencias siempre han estado junto a mí, igual que las del desierto,
las selvas sudamericanas o del océano,
¿Leyó a los cazadores ingleses que han escrito sobre cacerías de elefantes?
Sí claro, sobre todo cuando era joven, me
gustaba Hunter, Karamojo Bell, Pondoro Taylor, pero el que más me interesaba
era Hemingway, tal vez por el carácter novelado de su escritura. Era un gran
admirador de Hemingway a quien conocí siendo yo muy joven. Hasta que leo Las verdes colinas de África, donde explica
cómo le pega un tiro a un búfalo en los pulmones para poder describir -en más
de tres páginas- la agonía del animal cuando se va asfixiando, me pareció un
hijo de puta y ya no pude mantener la admiración que le tenía. Un verdadero
cazador debe intentar matar al animal que busca de una manera rápida y con el
menor sufrimiento posible.
¿Está al tanto de la situación actual que atraviesan los países de África
central donde vivió?
Sí, de alguna manera. Hace unos cinco años
publiqué mi libro Coltán, cuando en
ese momento casi nadie sabía lo que era, ni para que se utilizaba la columbita y tantalita (de ahí el nombre coltán). Resultó que la extracción por parte de niños esclavos de este mineral estratégico (con lo que se hacen los procesadores por ejemplo), se convirtió en un grave flagelo en el Congo que además es causal de numerosos conflictos
bélicos de baja intensidad que muchas veces se creen de origen étnico y no lo
son. Sin embargo en estos momentos estoy más interesado en el presente de
Europa. La llegada del euro se ha
convertido en un fracaso total, que recuerda a la situación que enfrentaron ustedes
en Argentina hace unos diez años con su corralito y su crisis social y
económica. Esto no quiere decir que no vuelva a escribir sobre África, pero por
ahora estoy más enfocado en la problemática europea.
Muchos de sus libros tratan temas como el tráfico de sangre humana, la
explotación del oro, del caucho, del marfil, del coltán, la trata de personas, la
falta de agua potable, y ahora la crisis internacional. ¿Siente que su tarea
como escritor además de entretener, es advertir a la sociedad sobre ciertos conflictos?
Mira, cuando investigué el tema del coltán, lo
hice porque un mercenario amigo me contó de qué se trataba esa explotación. Yo vi
buscadores de oro en África y en el Amazonas, así como buscadores de esmeraldas
en Venezuela, donde yo mismo las busqué, pero nunca había visto algo similar
como lo que sucede con el coltán. Y eso es sobre lo que quise escribir. Esa es
mi labor, es lo que tengo que hacer. No aspiro al premio Nobel de literatura. Mi
tarea es la de contar historias que casi siempre se ocultan a la opinión
pública. Recuerda que me crié con los tuareg en la tradición del desierto,
donde el que sabia contar una historia alrededor de la fogata era el importante
de la tribu. Por eso me considero más un contador de historias que un escritor.
Publicado en Revista Vida Salvaje (Abril 2012)
Publicado en Revista Vida Salvaje (Abril 2012)
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