Por Eber Gómez Berrade
En los últimos dos meses, dos cazadores profesionales
perdieron su vida en Zimbabwe por ataques de fauna peligrosa. Los accidentes y
muertes en los safaris no son nuevos, pero ponen de manifiesto los riesgos que
esta actividad conlleva. En ambos casos, ningún cliente resultó herido y se
cumplió la vieja regla de los guías de montaña, que dice que si alguien tiene
que bajar con vida de la cima, ese indudablemente deberá ser el cliente.
Siempre recuerdo una escena de “Las Minas del Rey Salomón”,
una película de los años 50, basada muy libremente, en la novela homónima del
escritor inglés Henry Rider Haggard. Allí, Allan Quatermain, -el legendario
cazador blanco-, le dice a la bella rubia que fue a contratarlo para un safari,
que no tenía muchas expectativas de salir con vida de la aventura que estaban
por iniciar. Sin embargo, era un riesgo que aceptaba tomar. Él ya había vivido
suficiente -decía-, si se tenía en cuenta que el promedio de edad de un cazador
blanco, rondaba los 40 años. Más temprano que tarde, una enfermedad tropical,
una tribu de nativos hostiles o una fiera herida, terminaría con su vida. Lo
cierto es que los riesgos de la profesión aún se mantienen, y como se dice en el
mundo de la tauromaquia: para el torero una tarde de suerte, es salir con vida
del ruedo. Para el cazador profesional, un día de suerte, es -muchas veces-
volver con vida al campamento.
Elefantes y cocodrilos
Hace un par de meses, Theunis Botha, una cazador
profesional de Sudáfrica de 51 años de edad, estaba guiando a un grupo de
clientes en el parque Nacional Hwange, en Zimbabwe. De repente, el grupo se
topó con una manda de elefantes, en las que había crías, hembras y machos
jóvenes. De ahí en adelante, la información no es muy precisa, pero según
trascendió, el grupo se vio envuelto en una especie de estampida, que provocó
que Botha disparara a tres crías. En ese momento, recibió la carga de una
hembra, que fue muerta por uno de los clientes, con tal mala suerte, que cayó
sobre el propio Botha, matándolo de inmediato.
Nunca conocí a Botha, no escuché hablar de él, pero según
dicen, se especializaba en cacería de leopardos y leones con perros. Es muy
difícil abrir juicio, desconociendo efectivamente lo que sucedió realmente ese
fatídico día, sin embargo, confirma la regla de que el 90% de las cargas, y
eventuales “accidentes”, son el resultado directo de una falla humana, de un
error de cálculo, que en el último instante, se torna en contra del profesional
y desata el infierno.
En el mes de Abril pasado, Scott van Zyl, otro cazador
profesional perdió la vida en Zimbabwe, más precisamente a orillas del
fronterizo río Limpopo. A Scott sí lo conocí, y en algún momento su compañía SS
Pro Safaris, tuvo contactos comerciales con la mía, Executive Safari
Consultants. Era como Botha, de nacionalidad sudafricano, tenía 44 años de
edad, y también dejó detrás suyo una hermosa familia. En esa oportunidad, Scott
estaba cazando del otro lado del río, en Zimbabwe, con un guía nativo y un par
de perros. Los dos hombres habían partido en direcciones distintas al
abandonar su vehículo durante la cacería, pero sólo el acompañante de van Zyl
regresó al campamento. Nunca más se supo nada de él.
Desde ese instante, se puso en marcha un gran operativo de
búsqueda que incluyó la participación de asociaciones de cazadores, servicios
de emergencias, organizaciones conservacionistas, fuerzas armadas de Zimbabwe y
policía de Sudáfrica. En un momento, se barajó la posibilidad de un secuestro o
un homicidio, dada las condiciones de seguridad que existen en ese país.
Finalmente, miembros del equipo de búsqueda, avistaron desde un helicóptero la
mochila de Scott a la vera del Limpopo. Al llegar a esa zona por tierra, comenzaron
a pensar que podría haber sido víctima del ataque de un cocodrilo. Recorriendo esa parte del río,
encontraron un par bastante grandes. Los mataron y al abrir uno de ellos,
encontraron restos humanos. Luego de los análisis de ADN, se confirmó lo peor.
Los restos eran de Scott van Zyl. Aún se desconoce las circunstancias de ese
ataque.
Un
destino fatídico
Una mañana de abril de 2015, los que estamos relacionados
con la industria de safaris, nos desayunamos con la triste noticia de la muerte
de Ian Gibson, en un accidente con un elefante. Según se supo, Ian que
trabajaba para Chifuti Safaris, estaba guiando a un cliente en el valle del río
Zambezi, también en Zimbabwe. Tras cinco horas de caminata tras las huellas de
un elefante macho con colmillos apropiados, Gibson decidió que su cliente
descansara, mientras él intentaba una aproximación mayor, para evaluar el
marfil del macho en cuestión. Se aproximó con su rastreador. El cliente quedó
sentado bajo un árbol en compañía del guarda parque. El elefante que buscaban,
resultó ser un espécimen joven que además estaba en celo. Sus sentidos de
alarma y agresividad estaban en su máximo esplendor, por lo que a unos 100
metros de distancia venteó a Gibson y se le fue encima.
El profesional decidió gritar para detener la arremetida.
Ahora sabemos que fue un grave error. Estando el elefante a muy corta
distancia, tomó la decisión de disparar su fusil .458 Win.Mg. Impactó en la
cabeza pero no fue suficiente. El elefante alcanzó al profesional y lo mató en
el acto. En ese momento Gibson era muy reconocido en la comunidad de cazadores
profesionales y contaba con 25 de años de experiencia en el bush, lidiando
especialmente con especies de caza peligrosa, sin embargo cometió un error de
valoración imperdonable. Su último error.
El factor humano
Para los animales de caza peligrosa, huir o atacar son las
dos únicas alternativas posibles de comportamiento frente a una agresión. Un
profesional de la caza lo sabe bien, o por lo menos, debería saberlo. Es una de
las primeras cosas que se aprenden a la hora de tratar con fauna peligrosa. El
comportamiento de diferentes especies ante la agresión, o también ante la
violación de su espacio vital. Para ilustrar la cuestión, digamos que existen
dos áreas en la percepción del riesgo de estos conflictivos animales: la de
huida y la de ataque. La de huida es más amplia. Cuando alguien penetra en ese
vago territorio, el animal percibe riesgo pero también percibe la posibilidad
de salir de allí sin meterse en problemas. Ahora, si el intruso traspasa esa
área, e ingresa al círculo de seguridad más pequeño, la percepción le dirá al
animal que queda una sola cosa por hacer para salir de ese riesgo, y es atacar.
Donde termina el área de huida y empieza la de ataque es la pregunta del millón.
Nadie lo sabe hasta que entra en ellas. Obviamente va a depender de las
diferentes especies y sus sentidos de alarma más o menos afinados, de si se
trata de una hembra con cría, de un macho joven en celo, o de un viejo
sobreviviente que llegó a esa edad más por astucia que por temeridad. Lo cierto
es que ese conocimiento no está en los libros. Lo da la experiencia y en muchos
casos el sentido común. Por esa razón, la mayoría de las veces que asistimos a
accidentes con fauna peligrosa, es debido al factor humano, más o menos como
pasa con los pilotos de avión. Un mal cálculo de situación o una maniobra
temeraria que provocan la reacción agresiva y desencadenan la tragedia. Si la
carga finaliza con el animal abatido, quedará como una anécdota para el profesional
y para el cliente. Si los abatidos son algunos de ellos, la carga se convierte
en noticia y es publicada en los medios de prensa. Lo que sería ideal, en esos
lamentables casos, es que fuera analizada por las asociaciones de cazadores
profesionales, para obtener una conclusión y una lección aprendida que pueda
ayudar al resto de los profesionales en una situación similar. Exactamente lo
mismo, que se hace en la industria aeronáutica.
La
misma vieja historia
Los ataques de animales de caza peligrosa a profesionales
son tan viejos como la actividad misma. En la historia de los safaris africanos
hay una gran cantidad de encuentros mano a mano con la fauna que terminaron
mal. Algunos, muy mal. Un caso emblemático, fue la muerte del legendario
cazador blanco Fritz Schindelar, quien fue derribado de su yegua de polo por un
león herido en 1914, muriendo unos días más tarde de dolorisimas heridas en un
hospital de Nairobi. Algunos años después de aquella tragedia, la novia del
cazador blanco Donald Seth-Smith, también en Kenia, sería atacada por un
rinoceronte en pleno safari, que la hirió con su cuerno en la cabeza. Ella sí
sobrevivió al ataque, y siguió cazando junto al que sería su esposo por muchos
años. A mediados de la década del 70, Mike Prettejohn, un experto en cacería de
selva, que operó durante años en los Aberdares y las montañas Cherengani en
Kenia, así como en Camerún y Congo, tuvo también un desagradable encuentro con
un león herido. Claro que, como la de muchos profesionales, su vida estuvo
signada por la aventura desde temprana edad. Comenzó cazando animales
peligrosos a los dieciséis años con el hijo de Bunny Allen y Tony Archer. Todos
convertidos luego en legendarios personajes de la caza en el África Oriental.
Prettejohn, fue además comandante del regimiento de Home Guards durante la
Emergencia Mau Mau que asoló Kenia en la década del 50, y tuvo su propia
empresa de safaris. Si había alguien con experiencia en el bush, era él. Sin
embargo, una noche, no le quedó más remedio que internarse en pleno monte para
rematar un león herido por uno de sus clientes. La historia es corta. El león
apareció desde el pastizal cargando a toda velocidad derribándolo de inmediato.
Hay una instantánea tomada con flash de ese momento, en donde el león imprimía
sus dentelladas en la pierna del profesional. Afortunadamente, pudo matar a la
fiera y sobrevivir al ataque.
Asesinos microscópicos
Cuando pensamos en los riesgos de la profesión de cazador
profesional, naturalmente nuestra mente imagina el enfrentamiento con grandes y
agresivos predadores. Sin embargo, muchas veces, el homicida es microscópico y
tan letal, como el más enojado de los elefantes. La historia de los safaris,
dan cuenta de varios de estos casos. En el año 1925, Reginald Berkeley Cole,
uno de los fundadores del famosos Club Muthaiga de Nairobi, gran amigo de los
cazadores blancos Dennis Finch-Hatton y el barón sueco Bror von Blixen-Finecke,
y de la escritora danesa Karen Blixen, moría víctima de malaria adquirida en la
sabana del este de África. Si bien Cole nunca se dedicó profesionalmente a la
caza, sí era un consumado deportista, administrador colonial y capitán en
tiempos de la Primera Guerra Mundial. Estuvo a cargo de tropas de infantería
montada somalíes: los Scout de Cole. Los mismos que pintaban con rayas a sus
caballos para camuflarlos como cebras a los ojos de las fuerzas alemanas estacionadas
en la Tanganica.
Pocos años más tarde de la muerte de Cole, le siguió la de su
amigo Finch-Hatton, cuando se estrelló con su avión de Havilland Gypsy Moth
biplano, en el Parque Nacional Tsavo, en Kenia. Podemos decir, también que
debido a los riesgos de su profesión.
Otro piloto y cazador blanco que perdió su vida, haciendo
su trabajo y víctima de estos diminutos enemigos, fue el conde austrohúngaro
Laszlo Almasy, aquel personaje pintoresco del que también hemos hablado en
estas páginas, que fuera tomado de modelo para la novela y posterior película “El
paciente inglés”. Hacia fines del año 1951, Almasy cayó enfermo en una visita a
la ciudad de Salzburgo. Allí le diagnosticaron disentería. La había contraído
el año anterior, guiando un safari en Mozambique. Jamás se recuperó. Lo que no
pudieron los accidentes aéreos, el desierto africano, animales de caza
peligrosa, el fuego de artillería británico ni los espías soviéticos, lo pudo
una microscópica enterobacteria letal.
Más cercano en el tiempo, hace unos tres años, un colega y
amigo mío de Namibia, Jaco Alberts, estaba cazando especies de planicie con un
cliente, cuando de repente comenzó a sentirse mal. En ese momento, no sabía que
era lo que pasaba. No había dolores, pero algo andaba mal. Decidió sentarse a
descansar un momento, para luego proseguir con la caminata. A medida que
pasaban los minutos, una sensación de debilidad extrema lo embargaba. No era
agotamiento, ni insolación. Decidió llamar por radio a su esposa para que los
recogiera. Media hora más tarde subió a la camioneta por sus propios medios y
bajó en una ambulancia en la ciudad de Otjiwarongo sin poder mover un solo
músculo de su cuerpo. No se supo a ciencia cierta la causa, si fue una
miastenia grave generada por una falla en su sistema autoinmune, o un síndrome
adquirido en el bush africano. Sin embargo, luego de un par de años de
convalecencia, Jaco se recuperó y volvió al bush y a la profesión que lo
apasiona.
Un cliente al rescate
En la historia de los safaris, hubo casos en los que no
solo la víctima fue el cazador profesional, sino que quien lo salvó de una
muerte segura fue el cliente. El caso más conocido, fue el protagonizado por el
empresario argentino, Arturo Acevedo, presidente de Acindar, quien en 1965
estaba cazando en un safari con Glen Cottar en Loliondo, un extenso territorio
entre el parque nacional de Serengueti en Tanzania y el Masai Mara de Kenia.
Una tarde, cazando leones, Cottar le pidió a Acevedo que matara un búfalo para
usar de carnada. Encontraron la pieza adecuada, y Acevedo le disparo con su
doble .500/465. La bala dio en la cabeza del búfalo pero no lo mató. Disparó
nuevamente, hasta que “la muerte negra”, desapareció entre el monte cerrado.
Cottar en ese momento, no tenía su Rigby .500 que solía usar, sino un .458
Winchester Magnum a cerrojo. Para ir a buscar al búfalo herido, Acevedo le
ofreció a Cottar su doble, que aceptó. El búfalo no estaba tan mal herido como
parecía, e hizo lo que suelen hacer los viejos dagga boy, que por algo llegan a
viejos. Los emboscó. De hecho, Cottar le disparó un par de veces más cuando
lograba verlo, sin embargo sus tiros no eran certeros sino más bien al bulto.
Un bulto negro, una sombra amenazante que se esfumaba luego de cada disparo.
Fue cuestión de segundos cuando Cottar supo que su suerte estaba echada. Una
explosión se escuchó a un costado suyo. Una tromba negra se materializó de
repente y ya no había nada que hacer. El búfalo apareció a la carrera en carga
franca y lo derribó, corneándolo en la pierna. En la desesperación, Cottar
intentaba evitar que los cuernos perforen su pecho o su abdomen. En eso estaba
cuando, increíblemente la fiera detuvo sus cornadas, dio media vuelta y se fue
al trote de nuevo a la oscuridad del monte. Los porteadores fueron a buscar el
vehículo, y entre ellos, Acevedo y sus dos hijos que acompañaban la partida,
subieron al guía herido. En ese preciso instante, apareció nuevamente el búfalo
a solo un par de metros de distancia. Esa vez, fue Acevedo el que disparó el .458
Win. Mag, matando de inmediato al animal. Acevedo y dos de los asistentes de
Cottar condujeron la camioneta con la intención de llegar a Nairobi. En el
camino, el argentino le administró morfina para el dolor y antibióticos para la
infección. Sin dudas, algo de suerte le quedaba a Cottar, ya que en medio del
monte, divisaron un campamento. Fueron hasta allí en busca de una radio, y se
encontraron nada menos que con el famosos aviador Charles Lindbergh, quien
estaba realizando un safari fotográfico junto a su esposa. Lindbergh tenía un
avión pequeño con el que había viajado, y ofreció de inmediato trasladarlo a
Nairobi en él. Así Cottar salvó su vida, gracias a un empresario argentino y a
una leyenda de la aviación estadounidense. Dicen que estando en el hospital,
Cottar dijo: “sé que Art salvó mi vida, pensando rápido y dándome morfina y
antibióticos. Tiene agallas. Dios lo bendiga”.