Por Eber Gómez Berrade
¿Por qué la caza ayuda a la
conservación?. ¿Cómo se explica que para proteger a un animal haya que
matarlo?. ¿Qué necesidad hay de divertirse matando animales por deporte?. Son
preguntas que requieren respuestas coherentes y bien fundamentadas. Afirmaciones
tales como: La caza extingue a los animales; los furtivos son cazadores igual
que los deportivos, o todos los ecologistas están en contra de la caza, son
aseveraciones que parten de premisas erróneas y generan confusión en el común
de la gente.
La caza deportiva enfrenta grandes
desafíos para sobrevivir en un mundo cada vez más hostil. El principal riesgo
de esta actividad subyace en la ignorancia de la opinión pública general que
avanza inexorablemente. El peligro acecha en aquellos que desconociéndolo todo,
llegan fácilmente a conclusiones reduccionistas, formándose opiniones
absolutamente equivocadas. Muchas veces
las argumentaciones en contra de la caza se fundamentan en lo que -a falta de
un análisis serio-, parecerían simples paradojas. Otras veces, se esgrimen
conclusiones que a primera vista parecen verdades insoslayables.
A continuación algunas
reflexiones que podrán ser de ayuda a la hora de debatir con argumentos, el rol
que tiene la caza deportiva en el mundo de hoy.
La semántica no ayuda
Probablemente a alguno le
haya pasado que alguien ha confundido su actividad como cazador con el
furtivismo. Las noticias si no están bien comunicadas ayudan a generar
confusiones. Sin ir más lejos, el 14 de Junio pasado, los medios de prensa
internacionales se hicieron eco de la noticia de que fue encontrado muerto
Satao, uno de los últimos elefantes con grandes colmillos que quedaban en el
Parque Nacional Tsavo, en Kenia. Este impresionante macho nació alrededor de
año 1960 y poseía colmillos cercanos a las 100 libras. Fue envenenado por
cazadores furtivos, quienes le extrajeron los colmillos y dejaron su cuerpo
para alimento de hienas y buitres. La madre de las confusiones, está en que los
que mataron al pobre Satao fueron furtivos, no cazadores, ya que no hay
cazadores deportivos en Kenia desde hace más de treinta años.
Está claro que la lengua
castellana es riquísima. Sin embargo, el idioma inglés muchas veces es más
conciso y eficiente al momento de lograr una definición exacta de un término
particular. Y uno de los ejemplos más paradigmáticos, se observa en los
términos relacionados a la caza y todas sus variantes.
A las pruebas me remito. En
inglés “hunting” es caza deportiva, “poaching” caza furtiva, “culling” caza de
regulación, “whaling” caza de ballenas, “cropping” caza de un ejemplar para
preservar cultivos, y “trapping” caza comercial con trampas. A un angloparlante
le resulta mucho más fácil entender las diferencias de cada actividad. En
castellano en cambio, el común denominador de todas estas acepciones es el
prefijo caza. Si alguien lee sobre cazadores furtivos, de ballenas o de focas,
entenderá que se trata de cazadores. Y ahí radica el error. No hay mucho que
podamos hacer al respecto, más que conocer estos datos y si la oportunidad lo
amerita, explicárselos a nuestro interlocutor de una manera cordial.
Matar por deporte
Nada hay más desconcertante
que cuando en una conversación amigable, nuestro interlocutor nos increpa a
boca de jarro, diciendo “yo no sé cómo alguien puede matar por deporte”. Dicho
así, poco queda por responder, más que aceptar que uno padece alguna clase de
patología sadística. Decir que el gran filósofo español Ortega y Gasset
afirmaba que no se caza para matar, sino que se mata por haber cazado, muchas
veces no se entiende y otras veces no alcanza.
Como explicar entonces con
un cierto grado de coherencia, que para nosotros no es lo mismo cazar un trofeo
que recorrer 18 hoyos en un course de golf.
De nuevo, el origen de esta
confusión proviene de una interpretación errónea del idioma inglés. A partir de
mediados del siglo XIX en la Inglaterra victoriana, era común denominar a un
cazador como un “sportsman” y a la cacería decirle “sport” o “wild sport”.
Prueba de ellos son algunos títulos de libros escritos por reconocidos
cazadores-exploradores británicos de aquellas épocas, tales como “The wild
sports of Southern Africa”, escrito por William Cornwallis Harris; o “Sport and
Travel”, un clásico de Frederick Courteney Selous. Está claro que ambos
escritores hablaban de cacería, no de sus aventuras jugando criquet o rugby en
el continente africano. El significado
que ellos le dan a la palabra “sport”, no tiene que ver con la diversión ni con
la competencia, sino que está relacionado con la acepción de la nobleza y la
caballerosidad que exige el juego limpio. Sport en inglés, es darle una
oportunidad de igualdad al adversario (humano o animal), es ejercer la nobleza
que obliga al noble a respetar el juego limpio. Ser un “good sport”, es ser un
buen perdedor, alguien que no se queja frente a un resultado adverso.
Esta distinción
caballeresca llegó a ser tan importante en la Inglaterra imperial, que a falta
de un título de nobleza, profesional, o de un grado militar, los caballeros
solían agregar en sus tarjetas de presentación la palabra “sportsman” luego de
su nombre.
La traducción al castellano
de “sportsman”, es naturalmente deportista. Por lo tanto cuando hablamos de
“sport hunting”, hablamos de caza deportiva, pero el error, es asignar a esa
palabra el significado moderno relacionado a diversión y competencia. Todos
sabemos que en la cacería, de existir algún grado de competencia, es sólo
contra uno mismo y jamás contra el animal. Obtener el trofeo buscado, no
equivale a hacer un gol ni a marcar un try. La satisfacción de haber cazado,
poco tiene que ver con la alegría que causa derrotar a un equipo contrario.
Esto que está muy claro para todo cazador que se precie, no lo es tanto para el
profano que ignora los sentimientos que generan nuestra actividad y por simple
desconocimiento, está más propenso a arribar a conclusiones radicalmente
equivocadas.
El desconocimiento de aquellos
que no están interesados en temas de conservación, pero que despliegan
temerariamente ceñudas opiniones, formadas a la luz de documentales de
televisión, hace que muchas veces se decreten en mesas de café, de manera
arbitraria y generalizada, el peligro de extinción en especies que no lo
padecen.
Recuerdo que en la edición
175 de VIDA SALVAJE de Junio de 2012, escribí un artículo titulado “No está
prohibido cazar elefantes”, que se centraba en el estado de conservación de esa
especies africana, en función de la inmensa cantidad de tonterías que se
dijeron desde los medios de comunicación de todo el mundo a partir del
incidente con el Rey de España, que se suscitó cuando se dio a conocer que -a
partir de una accidente que tuvo en un safari- estaba cazando elefantes en
Botswana en compañía de su amante. Aclaro que el rey abdicante, ha venido
cazando elefantes durante muchísimos años, con los dos outfitters más grandes
que tenía ese país hasta el año pasado, en que se prohibió la cacería. El rey
fue acusado de matar animales en peligro de extinción, de dilapidar fortunas de
las arcas del reino y varias cosas más. Para empeorar la situación, al salir de
su internación por la cirugía de la fractura que tuvo, él mismo dijo que había
cometido un error y que no lo volvería a hacer. Errores hubieron muchos, sin
dudas, pero si algo se le puede reprochar desde el punto de vista moral, es el
hecho de tener una amante, no de cazar elefantes legalmente.
Por supuesto que hay
especies en peligro de extinción, y que cuentan con una categoría de protección
total. Son las que el CITES incorpora en
su Apéndice I. Allí están los gorilas, los tigres de Bengala, los jaguares, los
huemules, los ciervos de los pantanos, los osos pandas, y un más o menos largo
etcétera. Luego ese organismo, dispone de dos apéndices más que categorizan los
niveles de protección, el Apéndice II y el III. Allí se establece si se pueden
o no cazar cada especie, se establecen cupos y cuotas de captura, se definen
temporadas de caza, y se establecen normas para el tráfico internacional de
fauna y flora, así como de trofeos de caza.
Naturalmente que, de CITES
para abajo, cada país y cada estado o provincia tiene el derecho de proteger un
determinado recurso a su mejor saber y entender. Como escribió magistralmente
Hans Kelsen en su clásica obra “Teoría pura del Derecho”, toda norma obtiene su
vigencia de una norma superior, lo que da sustento al ordenamiento jurídico en
base a una jerarquía normativa.
En otras palabras, si CITES
prohíbe la caza de una especie, ningún país, ni estado provincial puede
habilitarla. Ahora si CITES la permite, y un país decide prohibir la caza de
esa especie, entonces tendrá todo el derecho de hacerlo.
Es la economía,
estúpido!
Estas
famosas palabras dichas por Bill Clinton en plena campaña presidencial, se
hicieron muy populares, no sólo por el contexto en el que fueron dichas, sino
porque reflejan con exacta crueldad, la importancia que la economía tienen en
el mundo de hoy.
Cuando tengo oportunidad de
dar conferencias o dictar clases en alguna universidad para hablar sobre la
relación entre la caza y la conservación, comienzo siempre contando al
auditorio que en el año 1900 en los Estados Unidos, se estimaba una población
total de ciervos cola blanca (Whitetail Deer) cercana a los 500 mil ejemplares
en todo el territorio. Digo a continuación que esa especie de ciervo (un poco
más chico que nuestro Colorado), fue sin lugar a dudas la más cazada en la
historia de ese país. De hecho, hace años algunos Estados decidieron
implementar feriados en las escuelas el día de inicio de la temporada de caza.
Con este sombrío panorama a la vista, mi pregunta al auditorio siempre es
¿cuántos ciervos cola blanca quedan hoy después de 114 años de de extrema
presión cinegética?.
Las respuestas varían. Algunos
(los menos) afirman que se extinguieron. Otros (los graciosos) aseguran que
quedan 10 o 12 que lograron escapar de las garras de los cazadores. La mayoría
ubica el número en varios centenares de miles pero siempre menos que el medio
millón. Pocas veces alguien responde que ahora hay más ciervos que hace un
siglo. Pero nunca nadie se atreve a asegurar que hoy hay 32 millones de cola
blanca en los Estados Unidos.
¿A qué se debe esta
tremenda multiplicación? A que el ciervo cola blanca, al igual que muchas otras
especies, posee un valor económico. Y si un animal o una especie tiene valor,
entonces algún gobierno o algún particular tendrán interés en protegerlos para
su propio beneficio. Se crea así un
círculo virtuoso, de interés, protección, manejo y usufructo sustentable.
Lógica pura. Como recurso
para captar la atención de los oyentes esta comparación siempre me resultó
eficaz, pero también es la mejor forma para que un auditorio -digamos no
especializado-, tome en cuenta la magnitud de la conexión existente entre caza
y conservación, y su relación con la economía.
Hablando en plata
A
esta altura, la pregunta es: ¿cuánto dinero genera la caza deportiva en el
mundo?. Por ejemplo, en América, vemos que en Estados Unidos, la industria del
turismo cinegético, que incluye caza mayor y menor en todas sus variantes,
generó el año pasado 25 mil millones de dólares en ventas minoristas, 17 mil
millones en salarios y 575 mil nuevos empleos. De acuerdo a la Congressional
Sportsmen Foundation, los cazadores estadounidenses pagan anualmente 2.4 mil
millones de dólares a las arcas del Estado, una suma con la que ese país podría
pagar los salarios de militares de 8 divisiones, 143 batallones y 3.300
pelotones de su Ejército.
En
Canadá, los cazadores abonan alrededor de 1.200 millones de dólares por año en
actividades cinegéticas, dejando unos 70 millones al Estado en concepto de
licencias y permisos.
En
Argentina, no hace muchos años que el Ministerio de Economía comenzó a trabajar
en una cuenta satélite del turismo, pero aún hoy es difícil llegar a cifras
desagregadas más o menos objetivas, por lo cual es difícil calcular el impacto
real que el turismo cinegético (local y extranjero) tiene en la economía
nacional, y peor aún, en las economías regionales que son las que se benefician
directamente del ingreso de divisas frescas al país.
En
el continente africano, los ingresos provenientes del turismo cinegético son
definitivamente muy importantes. En un interesante trabajo de investigación
llamado “Trophy hunting in Sub-Saharan Africa: Economic scale and conservation
significance”, el Dr. Peter Lindsay, investigador de la Universidad de Pretoria
de Sudáfrica, sostiene que la industria de safaris en los países del África subsahariana
donde está permitido cazar (22 a la fecha),
genera anualmente un ingreso de 200 millones de dólares, que van (o
deberían ir) directamente a las poblaciones rurales de los países que poseen
programas habilitados de cacería.
En
Inglaterra por ejemplo, la caza deportiva (incluida la tradicional cacería del
zorro), genera un ingreso de 1.400 millones de libras al año. En Bulgaria
alcanza los 3 millones de euros anuales, en Hungría los 70 millones de euros y
en España a la cabeza del ranking unos 3.600 millones de euros por año.
Prohibición. La
contracara de la conservación
En
cierto ambientes pseudo-ecologistas se reclama la protección de la fauna por
altruismo puro y duro. Nada de lucrar. Sin embargo, estos defensores de
prohibir para conservar, olvidan que India -que prohibió la cacería en 1972-, hoy padece una grave crisis de furtivismo de
sus tigres de Bengala. Y que Kenia -que prohibió la cacería en 1977 bajo el
gobierno nacionalista de Jomo Kenyatta-, sufre una crisis ecológica sin
precedentes, que afecta especialmente a las poblaciones de elefantes. No hay
dudas de que el camino del infierno está lleno de buenas intenciones. Hoy 34 años después de la prohibición de los
safaris de cacería, las especies de caza se han reducido entre un 40% y un 90%.
El reconocido conservacionista Dr. Richard Leakey, (hijo de Louis y Mary
Leakey, descubridores del Homo Habilis en el este de África), contabilizó casi
700 elefantes muertos por marfil entre los años 2012 y 2013, y unos 20.000
elefantes en todo el continente a manos de furtivos sólo el año pasado.
Los
hechos indican que la prohibición sin fundamentos científicos no funciona, y
los daños que provoca al medio ambiente pueden llegar a ser irreparables.
El mito
de la caza fotográfica
Otro mito común es que los safaris
fotográficos son la mejor herramienta para preservar la fauna, ya que generan
valor económico y no se mata ningún animal. Lo cual es enteramente cierto. Sin
embargo, en un estudio estadístico de la revista Africa Geographic realizado
para comparar el impacto ambiental entre ambas industrias en una operación de
caza y un parque nacional, señalaba que en 6 meses de temporada de caza la
ocupación de un campamento es de 30 turistas cazadores. La ocupación de una
operación fotográfica a lo largo de los 12 meses (no hay temporadas
establecidas) es de 2.630 turistas fotógrafos.
Si los ingresos son similares, como
sucede en Tanzania donde sus parques nacionales reciben unos 11 millones de
dólares anuales por ingresos del turismo de safaris fotográficos y 10.5
millones dólares por ingreso de cacería, está claro que el impacto ambiental es
considerablemente mayor en el caso de los fotógrafos. A esto se lo denomina
turismo consuntivo, es decir que consume. En la cacería se “consume” la vida de
un ejemplar. En la fotografía no, pero el impacto ambiental es superior ya que
los animales no identifican si el clik proviene de una Canon o de un Remington.
Y aunque parezca inocuo, el tremendo flujo de turistas que violan el espacio
vital de los animales (2.600 veces más si las estadísticas son ciertas), la
infraestructura que requiere albergar y movilizar semejante cantidad de gente
en un espacio físico finito como puede ser un parque nacional, impacta
directamente sobre los animales, generando estrés y consecuentemente cambios en
el comportamientos, especialmente en alimentación (se hacen nocturnos) y
apareamiento (disminuye la tasa de procreación). Lo que afecta obviamente el
crecimiento demográfico de las manadas, provocando de manera indirecta un
efecto consuntivo peor que la eliminación de un macho viejo que ha dejado atrás
su ciclo de reproducción. Paradójicamente a esto se lo llama turismo no
consuntivo o ecológico. Otro error conceptual camuflado de verdad.
Muchas veces he escuchado gente
oponerse a la cacería legal aduciendo su pertenencia a Greenpeace, a Vida
Silvestre o a alguna otra ONG ecologista de características similares. Por
supuesto que todos tenemos derecho a pensar lo que queramos, pero lo que no es verdad
es que todas las organizaciones ecologistas condenen la caza deportiva. Creerlo
es otro serio error producto del desconocimiento.
A las pruebas me remito. La World
Wildlife Fund (WWF) ha señalado que la conservación de especies de fauna, no
tendrá éxito sin el apoyo de la comunidad internacional de cazadores. Según
ellos, esto ya dejó de ser tema de debate. Es un hecho indiscutible. En
Argentina, La Fundación Vida Silvestre (FVSA) acepta también la caza, siempre
que sea realizada de manera sustentable, respetando especies, cupos y
temporadas, y restringiéndose la actividad a los sitios permitidos. Greenpeace
Argentina por su parte, no suele emitir definiciones sobre la caza legal, y lo
más cercano a esta temática fue una declaración de Agosto del 2013 en su sitio
de Facebook donde reconoce que “en lo que hace a problemáticas relacionadas con
los derechos del animal, como su maltrato, abuso, desprotección, violación a
las leyes sobre tráfico de especies, circos, zoológicos, etc. no cuenta con
experiencia en este campo ya que estos temas puntuales escapan a las
problemáticas ambientales en las que trabajamos”.
Por lo tanto y para concluir con estas
reflexiones sobre la caza y la conservación, me gustaría recordar las palabras
del escritor Wayne Dyer, quien suele decir que “el nivel más alto de ignorancia
es cuando rechazas algo de lo cual no sabes nada”. Lamentablemente con esto es
con lo que tenemos que lidiar para sustentar nuestra posición como cazadores
deportivos. Una tarea bastante difícil en los tiempos que corren.
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