martes, 30 de enero de 2018

Coronel Percy Fawcett - El misterio de la Ciudad Perdida de Z





Por Eber Gómez Berrade

El coronel Percival Harrison Fawcett encarna al prototipo británico del explorador blanco de la era victoriana. Militar, topógrafo, cazador, arqueólogo, teósofo, ocultista, espía y explorador, realizó expediciones por Ceilán, Hong Kong, Bolivia, Perú y Brasil, pero fue  la búsqueda de una civilización perdida en medio de la selva del Amazonas, lo que lo catapultó al reconocimiento público, lo distinguió con la medalla de la Royal Geographical Society de Londres y lo empujó a su trágica desaparición en plena selva, que aún hoy, sigue siendo un enigma sin resolver.  

Precisamente este es el leit motiv de la película que se acaba de estrenar, denominada “La ciudad perdida de Z”, con la que Hollywood recrea una parte de su obsesionada vida, desde su primera expedición a Bolivia para demarcar las fronteras de ese país, hasta su desaparición en las selvas del Amazonas a mediados de la década del 20.
La vida de Fawcett estuvo signada por la aventura desde temprana edad. Se relacionó con las exploraciones desde sus inicios en la carrera militar. Su padre, que había nacido en la India, era un consuetudinario miembro de la Royal Geographical Society de Londres, y su hermano mayor, Edward Douglas, montañista, teósofo y escritor de novelas de aventuras. Como si esto fuera poco, se apasionó también por las ciencias ocultas, el espiritismo de Allan Kardec y la teosofía de Helena Petrovna Blavatsky. Fue amigo personal de los escritores Henry Rider Haggard, autor de “Las minas del Rey Salomon” y “Allan Quatermain”, y de Arthur Conan Doyle, autor de “Las Aventuras de Sherlock Holmes” y de “El mundo perdido”. Todos libros en donde se narran aventuras fantásticas en letras de molde, de civilizaciones perdidas de hombres blancos y mundos exóticos. Esta mezcla de aficiones y relaciones, no podía más que augurar a Fawcett una vida de azarosas epopeyas.

La aventura en la sangre
Percy Fawcett nació en Tourquay, Inglaterra el 18 de Agosto de 1867 en el seno de una familia proclive a las aventuras y a la exploración. No era raro que un joven inglés nacido a mitad del siglo XIX, se fascinara de muchacho con historias de cacerías y safaris, ya que el Imperio Británico se extendía rápidamente hacia todos los confines del planeta, borrando las leyendas de “terra incognita” de los mapas. Los descubrimientos geográficos se sucedían sin cesar y la literatura alimentaba las fantasías de los jóvenes en las aulas de las escuelas públicas. Abrazó la caza deportiva con fervor y las estaciones del año estaban para él, marcadas por las temporadas cinegéticas del condado de Devon donde vivía. Naturalmente descollaba también como hábil tirador y aguerrido jinete. Al finalizar su educación formal, ingresó al prestigioso Regimiento Real de Artillería, con sede en la ciudad de Woolwich. Por aquellos años, había una corriente de militares, mayormente artilleros e ingenieros, que se destacaban por la afición a la arqueología y el misticismo, como los casos del General Charles Gordon (Gordon Pasha), el Teniente General Sir Charles Warren y el Mariscal de Campo Lord Horatio Herbert Kitchener.  
A los diecinueve años  Fawcett fue enviado en misión militar a Ceilán (hoy Sri Lanka). Allí conoció a Nina Paterson con quien se casaría en 1901.

Civilizaciones perdidas y Teosofía
Su permanencia en Celián fue un punto de inflexión definitivo en su orientación por el esoterismo. Allí descubrió la arqueología, la historia y el budismo.  Se cuenta que durante una tormenta en la jungla, buscó refugio debajo de un árbol donde encontró una roca muy grande con inscripciones ininteligibles. Las copió y se las mostró a un sacerdote budista quien le confirmó que provenía de un antiguo alfabeto oriental llamado sanzar. Lo cierto es que el sanzar era un idioma de origen tibetano del cual ya no hay registros. Para algunos ocultistas, el sanzar era la lengua que se hablaba en las míticas civilizaciones de Lemuria y Atlántida. Esto llevó a Fawcett a pensar que esos textos tenían relación con las civilizaciones perdidas que luego buscaría en el Amazonas. Para ese entonces, Fawcett además conocía de memoria los diálogos de Critias y Timeo narrados por Platón donde se menciona la Atlántida.  El senzar era también el idioma de un misterioso manuscrito denominado “Las stanzas de Dzyan”. Justamente, los comentarios a esta enigmática obra, son los que conforman el monumental libro -base de la teosofía- llamado “La Doctrina Secreta”, escrito por Madame Blavatsky. 
Esta teósofa rusa revolucionó el ocultismo de fines del siglo XIX con un movimiento ecléctico que funde religiones como el cristianismo, el budismo y el hinduismo, que está directamente relacionado con movimientos esotéricos de finales del siglo XVIII como gnósticos y rosacruces. Muchos exploradores, escritores y reconocidas personalidades de la época se vieron influenciados por las enseñanzas esotéricas que provenían de Blavatsky y de la Sociedad Teosófica, que ella ayudara a fundar en 1875 en Nueva York. Fueron entusiastas de la teosofía el explorador Sir Richard Francis Burton, los escritores Henry Rider Haggard, Arthur Conan Doyle, George Bernard Shaw y Aldous Huxley, los pintores Mondrian y Gauguin, el inventor Thomas Alva Edison, etc. Incluso el hermano de Fawcett, fue una reconocida autoridad de la Sociedad Teosófica y amigo personal de Blavatsky.

Explorador y cazador en Sudamérica
Luego de Ceilán, Fawcett fue enviado al norte de África para trabajar para el servicio secreto británico. De allí pasó a Malta, donde aprendió topografía que le iba a ser fundamental para su carrera de explorador. Luego le tocaron destinos menos conflictivos como Hong Kong, Singapur, Tokio y nuevamente Ceilán -donde nació su hijo mayor Jack en 1903- y finalmente Irlanda. En 1906 fue comisionado por la Royal Geographical Society, para liderar una expedición a Bolivia con el fin de demarcar las fronteras selváticas de ese país. 
Su misión era internarse en una región selvática fronteriza entre Bolivia y Brasil, y cartografiar el área como parte mediadora en el conflicto limítrofe que existía entre ambos países. Esa sería la primera de una serie de siete expediciones que realizó en el continente sudamericano que finalizaría con la realizada en el año 1924 y que lo llevaría a visitar además de Bolivia y Brasil, Perú, Argentina y Paraguay. 
En 1908 desembarcó en Buenos Aires, de la que no tenía buenos recuerdos. Su impresión -de la que se conocía como la Paris de Sudamérica-, era de opulencia arquitectónica y económica, pero decía “parecía que en el ambiente flotaba una aureola de vicio”. Luego de pasar unos días en la ciudad, de visitar el Jockey Club, de recorrer las grandes tiendas y los paquetes cafés, se embarcó en un vapor de la línea Mihanovich con rumbo a Rosario, para luego seguir Asunción del Paraguay, y de ahí directo al Mato Grosso.
Más allá de su tarea como topógrafo, Fawcett se interesó por la fauna y la flora tropical, y aprovechaba toda oportunidad para practicar la caza. Animales no faltaban en el Matto Groso o en la cuenca del Amazonas, y muchas veces el objetivo de su actividad cinegética pendulaba en el mero deporte, la obtención de carne para el campamento o simplemente la defensa propia.
En el transcurso de su estadía en la selva, tuvo la oportunidad de ver criaturas por demás extrañas. Se cuenta que un día se topó con una anaconda gigante de casi 20 metros de largo. Se cuenta también que a su regreso a Inglaterra, fue ridiculizado por los zoólogos escépticos de la existencia de semejante monstruo jurásico. También registró en su bitácora encuentros con una especie de perro de aspecto felino, con los sabuesos andinos de dos narices, con la araña gigante Apasanca o tarántula Goliat, así como las más comunes especies de pirañas, vampiros, pecaríes, tapires, jaguares y monos, de los que dio buena cuenta gracias a su notable puntería y habilidad de cazador. Hasta toros cimarrones cayeron bajo su mira. En su diario relata que un día fueron atacados por tres toros salvajes, que tuvieron que matar para salvar sus vidas. 
En el tiempo que duraron sus viajes, aprendió rudimentos de español y portugués, lo que le permitía comunicarse con los nativos y aborígenes, a los que trataba de manera cordial, tal vez con la condescendencia característica de una personalidad imperial. Asistió también a la explotación aberrante de los aborígenes utilizados como mano de obra en lo que se llamó el boom del caucho. Si bien la esclavitud había sido abolida hacia ya tiempo, parecía que nadie se había enterado de eso en esas tierras salvajes y alejadas de la mano de Dios.
Paralelamente, fue también allí en las selvas brasileñas, donde comenzó a crecer su teoría nacida en Ceilán, sobre la existencia de civilizaciones perdidas. De hecho en 1910, en uno de sus reportes para la Sociedad Geográfica, manifestó haber escuchado testimonios de encuentros con indios blancos de pelo rojo, a los que identificó como probables supervivientes de una antigua civilización desaparecida.

La Gran Guerra
Si bien para el año 1914 Fawcett era un reconocido geógrafo con vasta experiencia en las selvas de la América del Sur, al estallar la guerra con el Imperio Alemán se ofreció voluntario -a pesar de tener casi cincuenta años- y dirigió una brigada de artillería en Flandes. Su afición por el ocultismo lo llevó a consultar médiums y a utilizar la tabla ouija para predecir donde sería el próximo ataque de obuses germanos. Las infames trincheras del Somme lo vieron dirigir a sus hombres a una muerte segura contra la metralla, los morteros y los gases alemanes. De hecho, en 1916 él mismo sufrió un ataque de gas que lo dejó ciego temporalmente y naturalmente fuera de combate. Ese mismo año, la Royal Geographical Society, le otorgó la prestigiosa “Founder´s Medal” por su contribuciones a la cartografía en Sudamérica. Terminada la guerra, volvió a centrarse en sus investigaciones arqueológicas debido a que sus expediciones habían captado la atención de académicos y del público en general, aunque no la de inversores dispuestos a financiar los costos de sus viajes.

El manuscrito 512 
En 1920 Fawcett encontró un documento del siglo XVIII en la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro, el Manuscrito 512, que supuestamente pertenecían a un explorador portugués que afirmaba haber encontrado en plena selva amazónica, una ciudad amurallada similar a las de la Grecia antigua. El texto, cuyo título es “Relación histórica de una oculta y grande población antiquísima, sin moradores, que se descubrió en el año 1753”, es un informe dirigido al Virrey por parte del jefe de una expedición de bandeirantes portugueses.
Esos manuscritos cautivaron a Fawcett, y lo terminaron de convencer de la existencia de una ciudad perdida en medio de la selva brasileña, a la que él denominó “Z”.
Poco tiempo después recibió un particular obsequio de parte de su amigo Rider Haggard: una talla de basalto negro de unos 20 centímetros de alto provenientes de la selva del Brasil. Fawcett hizo investigar la reliquia con un psicometrista, una especie de parapsicólogo de nuestra época, quien fue contundente en el diagnostico: el ídolo de basalto provenía de la Atlántida, sin lugar a dudas. Para el explorador las piezas del rompecabezas comenzaban a armarse de manera coherente. Estaba claro que tenía que volver a la selva y encontrar la ciudad perdida de “Z”. Por eso, en 1921 se internó en lo profundo de la selva, pero esa expedición fue un fracaso rotundo. Recogió en el camino testimonios de diversos indios que hablaban de ciudades inmensas en lo profundo de la maraña, de indios de piel clara, de luces potentes que asustaban a los que se atrevían a pasar cerca de sus murallas, de ciudades encantadas que se desvanecían al acercarse como si fueran un espejismo. Fawcett recorrió los ríos Xingú, Tabatinga y Gongogi en la región de Mato Grosso, sin encontrar ni un solo rastro que avalara los testimonios que iba recogiendo en su derrotero. A su vuelta a Londres con las manos vacías, lejos de desanimarse, decidió planificar otra expedición, pero esa vez estaría mejor equipado y preparado.

La última expedición
En abril de 1925 la decisión estaba tomada. Solo le quedaba resolver el problema del financiamiento, para lo cual convenció a diversas sociedades científicas británicas y vendió los derechos de publicación de la historia a un conglomerado de prensa de Estados Unidos, el North American Newspaper Alliance. La que sería su última expedición estuvo compuesta por su hijo Jack y un amigo de éste, otro joven de nombre Raleigh Rimmel, además iban dos trabajadores brasileños, ocho mulas, dos caballos y un par de perros. La ruta estaba claramente definida. Todo estaba perfectamente planeado. Sin embargo, algo salió mal. Aún hoy no se sabe qué. La última noticia que se tuvo de los expedicionarios fue una carta dirigida a su esposa, enviada desde un campamento llamado Dead Horse (caballo muerto), en donde él mismo había tenido que sacrificar a un caballo en la expedición anterior. En ella Fawcett aseguraba que iban a entra en contacto con una tribu de indios en los próximos días y se muestra preocupado por la salud del joven Rimmel que tenía una infección en una pierna. La carta concluye con la frase “no debes temer ningún fracaso". Son las últimas palabras que se conocen del aventurero inglés.

La búsqueda de Fawcett 

La falta de noticias llevó a pensar lo peor. En Londres comenzaron las conjeturas del destino que habían corrido los exploradores. Un diario tituló en tapa, que habían sido comidos por hombres-mono caníbales. Tras dos años de aquella última carta, era lógico pensar que habían sido asesinados por nativos hostiles, o que habían perecido víctimas de enfermedades, hambre o animales salvajes. Brian, el hijo menor de Fawcett viajó a la región para intentar averiguar lo que había pasado con su padre y su hermano. A partir de ese momento, las hipótesis se tornaron cada vez más fantasiosas. En Perú un francés aseguró que un anciano de Minas Gerais decía ser Fawcett. Años más tarde, recibió una carta de un colono alemán que decía que Percy y Jack habían vivido en ciudades subterráneas entre los indios y eran adorados como reyes. En las décadas que siguieron a la desaparición de la partida, se organizaron unas trece expediciones de búsqueda y rescate, costando la vida de más de cien personas. En 1927 una placa de identificación con el nombre de Fawcett fue encontrada en una tribu indígena. En junio de 1933 se encontró una brújula de teodolito perteneciente a Fawcett cerca de un asentamiento de indios baciary del Mato Grosso. En 1956 el presidente de la Sociedad Teosófica de Brasil, recibió una carta en la que se afirmaba que los exploradores vivían aún en una ciudad subterránea en la Serra do Roncador, también en Mato Grosso. En 1934, Nina la esposa de Fawcett, declaró que había recibido mensajes telepáticos de su esposo, en los que le decían que estaban prisioneros de una tribu de indios. Ese mismo año el cazador suizo Esteban Rattin, aseguró haber visto al explorador inglés a orillas del Rio das Mortes. La médium irlandesa Geraldine Cummins escribió un libro diciendo que Fawcett le transmitió telepáticamente que había encontrado restos de la Atlántida y que había fallecido en 1948.
En 1956 el escritor y explorador brasileño Eduardo Barros Prado publicó en su libro “Yo viví con los jíbaros” un relato ocurrido en 1928, en el que dice haber encontrado a un anciano ermitaño en un pequeño rancho a orillas del río Casca, y del que aseguraba, era el mismísimo Fawcett, quien apenas si le dirigió la palabra a Barros Prado.
Los años pasaron y el interés por el destino del explorador siguió intacto. En 2004, un director de documentales llamado Misha Williams afirmó que los miembros de la expedición simularon su desaparición para fundar una comuna basada en principios teosóficos en algún lugar remoto de la selva brasileña.
En el año 2005 el periodista David Grann, de la revista The New Yorker, visitó la tribu kalapalo y descubrió que la historia de Fawcett se sigue recordando a pesar de los años, ya que fueron los primeros blancos que esa tribu había visto en su historia. Según dicen, los kalapalos advirtieron a Fawcett de los peligros de internarse en tierras de indios feroces, pero éste no hizo caso alguno. Los kalapalos veían el humo de las fogatas durante cinco días, hasta que dejaron de verlo y presumieron que habían sido asesinados. Por otra parte, en las cercanías de la reserva de los kalapalos, en la cabecera del río Xingú, se encontró un importante sitio arqueológico de una civilización monumental denominada
Kuhikugu, emplazada en lo que hoy es parte del Parque Nacional Xingú. En 2009 Grann publicó su libro “La ciudad perdida de Z” con todas las hipótesis existentes a la fecha. Era cuestión de tiempo que Hollywood tomara la posta y se decidiera a filmar semejante historia. Porque aún hoy, el enigmático destino de aquella mítica figura del explorador inglés, un especie de Indiana Jones de la vida real con sombrero Stetson y pipa, sigue cautivando la imaginación de los amantes de la aventura y del misterio.