martes, 23 de junio de 2020

Marfileros olvidados



Por Eber Gómez Berrade

En la historia de la caza de elefantes hay nombres inolvidables como los británicos “Karamojo” Bell y “Pondoro” Taylor. Estos personajes cazaban para obtener marfil, en una época donde su comercio era legal, y las poblaciones de elefantes parecían no tener fin. Conocemos sus hazañas porque además de haber cazado mucho, escribieron mucho y sus libros son ya clásicos. Sin embargo, hay una extensa lista de “marfileros” europeos que han cazado tanto como los sajones, pero que, por no haber dejado registros escritos, sus andanzas están condenadas al olvido. En este artículo intentaré repasar las vidas y aventuras de algunos de aquellos marfileros olvidados.

Escribir las crónicas de sus aventuras, siempre fue una característica muy sajona. Exploradores, montañistas, arqueólogos y cazadores británicos han descrito con lujo de detalles sus reminiscencias, dejándolas para la posteridad. Lamentablemente, aquellos aventureros de origen continental, como portugueses, belgas, alemanes, holandeses, españoles, franceses y un no muy largo etcétera, han sido más avaros con la pluma, dando la impresión de que fueron menos activos que sus colegas ingleses. La realidad muestra que no fue así. Un cazador profesional de origen afrikáner con el que solía trabajar en Bushmanland hace algunos años, me contaba en esas largas y ricas charlas de fogón al terminar la jornada de safari, las experiencias de su abuelo boer, cazando centenares de elefantes para comerciar su marfil, en los territorios portugueses de Angola. Esas historias encendieron su imaginación y con el paso del tiempo sellaron también su propio destino, al dedicarse a la caza profesional. Lamentablemente, al no haber registros escritos de aquellas cacerías, esas historias han quedado condenadas al olvido.

A la caza de marfil
El auge de la caza de elefantes para obtener el marfil y explotarlo de manera comercial, se extendió desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, coincidiendo con el período de descolonización en África alrededor de los años 60´s. Un par de décadas más tarde, llegó por fin la prohibición internacional del comercio de marfil, con lo que esta profesión pasó definitivamente a la historia. Naturalmente, si lo analizamos con ojos del presente, la matanza indiscriminada de elefantes a escala industrial para la obtención del “oro blanco”, que satisfacía la demanda de artículos suntuarios como tallas, bolas de billar o teclas de piano, es una aberración lisa y llana. Pero en lo personal, considero que es un grave error conceptual, revisar el pasado con criterios del presente, y mucho menos juzgarlo en consecuencia. Es claro que hoy sería impensable semejante actividad, pero en aquellos tiempos, el nivel de conciencia de la humanidad y la aparente disponibilidad de recursos faunísticos, hacían de la caza de elefantes para estos fines, algo normal.
Hoy, la humanidad ha avanzado mucho conciencialmente en diversos aspectos de la vida. La caza mayor es ahora una actividad recreacional, atravesada por profundos lineamentos éticos, morales y legales, y además un instrumento de conservación de vida silvestre, moderno y exitoso, utilizado por la mayoría de los países del mundo.  


Europeos en el continente negro
La caza de marfil no tenía fronteras. Allí donde había poblaciones de elefantes, allí se los cazaba. Los grandes paquidermos de sabana eran buscados en las márgenes del río Tana, en los pantanos del Okavango, y del Ubangui Chari, en las arenas del Kalahari, el Chad, y el Damaraland, y en los bosques de Zambia, Tanzania, Kenia, Angola y Mozambique. Las especies de foresta -más pequeñas-, eran perseguidas en las selvas lluviosas de Ituri, del Camerún francés, del Congo belga y de la Guinea Española. Aquella “fraternidad” de marfileros, estaba conformada por miembros de casi todas las nacionalidades europeas, que tenían algún dominio territorial en el África colonial. 

Irlandeses, sudafricanos, daneses y alemanes
El nombre de Crawford Fletcher Jamieson, suele ser sonarnos a aquellos que hemos leído -o estudiado- el clásico libro de John “Pondoro” Taylor, “African Rifles and Cartridges”, que ha sido una especie de Volumen de la Ley Sagrada para los amantes de las armas y cartuchos africanos. Allí, aparecen referencias y algunas fotografías de Fletcher, hechas por Pondoro quien era su amigo y con quien compartió numerosos safaris. Al decir de los que lo conocieron fue uno de los marfileros más eficientes de su época, es decir de los años que van del fin de la Primera Guerra Mundial hasta el fin de la Segunda. Comenzó a los 23 años en 1928. No es mucho lo que se sabe, solo que nació en 1905, que creció en la Rhodesia del Sur (Hoy Zimbabwe), y cazó mayormente en los territorios del valle del río Zambezi. Falleció en 1947, no en el Bush, aplastado por un elefante herido como uno podía suponer, sino electrocutado en su casa, reparando un pozo de agua. De aquellos días de safaris quedan -además de las fotos de Pondoro-, su rifle, un Jeffrey calibre 500 Magnum, con acción Mauser 98, de 26 pulgadas de cañón, con el que, según Taylor, dio cuenta de más de 300 elefantes, todos de excelente calidad de marfil.    
Operando muchas veces en las cercanías de las áreas en las que cazaba Fletcher, el sudafricano Bert Shultz, es otro marfilero olvidado que operó desde 1922 hasta 1960 en el valle de Luangwa, en la Rhodesia del Norte (hoy Zambia). Shultz dicen, abatió 160 elefantes para la obtención de marfil y casi mil en operaciones de raleo. Nació en 1900 y falleció en 1971 en su retiro en la ciudad de Puerto Elizabeth. Recuerda Tony Sánchez Ariño, quien fue su amigo y colega, que una tarde Shultz estaba cazando gallinas de Guinea, cuando se topó con un elefante de grandes colmillos Inmediatamente cambió la escopeta por el rifle y lo derribó. Al día siguiente, cuando fue al lugar para despostarlo, se encontró con otro macho, junto a su compañero muerto. Lo derribó también, obviamente. El primero, dice, tenía colmillos de 105 y 98 libras, el segundo de 98 y 105 libras. Monstruos jurásicos para los humildes estándares de la actualidad.

Un poco anterior que estos dos cazadores, y en territorios de la Angola portuguesa, el danés Karl Larsen, se distinguió también por haber cobrado más de 300 elefantes en la primera década del siglo XX. No dejó nada escrito, por lo que se sabe muy poco de él en realidad, más allá de su apariencia típicamente nórdica y su gusto por el calibre 600 nitro express. Murió en la década del 1920, enfermo de malaria que contrajo en el lago Banweulu.
También en territorio portugués, pero en Mozambique, otro europeo del norte se destacó por sus cacerías de elefantes: el alemán Werner von Alvensleben, miembro de una familia aristocrática alemana. Su padre de hecho, estuvo involucrado en los complots para asesinar a Hitler durante la Segunda Guerra.
Werner nació en Berlín en 1913, y a la edad de 22 años viajó al África Sudoccidental Alemana (hoy Namibia). Luego de rechazar la vida de granjero, se mudó a Rhodesia del Sur, donde se dedicó a buscar oro. Al estallar la guerra en 1939, fue detenido en un campo de concentración inglés, del que pudo escapar y huir a Mozambique. Cuando finalizó la contienda, se dedicó de lleno a la cacería de elefantes y se casó con una portuguesa que se convirtió en la primer a mujer piloto de Mozambique. Su armero tenía tres rifles: un 404 Jefferey, un Mannlicher en 9,3x62 y un 458 Winchester magnum. En su época de cazador de marfil, Werner cazó 107 elefantes machos, llegando a cobrar colmillos de 100-102 libras y otro de 100-105 libras. Luego de su etapa de marfilero, el alemán se dedicó a la caza profesional como guía de safaris. En 1958 fundó la compañía Safariland, junto a Wally Johnson y Harry Manners. Guió personalmente al Rey de España Juan Carlos I, al presidente francés Giscard dÉstain, a los escritores estadounidenses Robert Ruark y Jack O ´Connnor, entre otras celebridades de la época. En 1995, se fue con su esposa a Portugal, donde falleció algunos meses después. Su historia de vida, se cuenta de forma parcial en la biografía titulada “Baron in Africa”.


Cazadores portugueses
Uno de aquellos marfileros que sí dejaron algún testimonio escrito de su paso por África, fue el portugués José Da Cunha Pardal, autor de los incunables “Cambaco”, en sus dos ediciones de 1995 y 1996, y de “Cazando elefantes en el África portuguesa”. Pardal nació en 1923, y a los 12 años su familia se estableció en Lourenzo Marques (hoy Maputo), capital de Mozambiqe. A lo largo de su estancia en África, Pardal se dedicó a la caza de elefantes por marfil, lo que complementaba con su profesión de maestro de escuela de comercio. Luego de esas experiencias, se dedicó a guiar safaris y compartió amistad con grandes profesionales de la época. Sus libros hablan del profundo conocimiento que tenía, no solo de los grandes paquidermos, sino de toda la fauna africana si como de armas y calibres. Era un experto recargador, excelente fotógrafo y hábil orador. Fue muchas veces invitado a dar conferencias en diversos foros internacionales, y se desempeñó como vocal de la Comisión Central de Caza y del Consejo de Protección de la naturaleza. Como muchos otros europeos, que vivieron la descolonización africana, tuvo que huir con su familia en 1975 de su querido Mozambique, rumbo a Portugal cuando se declaró la independencia de ese país. “Zé” Pardal, falleció no hace tanto, en 2013.
Portugal tuvo otra marfilero africano que de distinguió a comienzos del siglo XX. Su nombre fue Joao Teixeira de Vasconcelos. Teixiera se inició en la caza del elefante en Angola alrededor del año 1914, y luego en lo que fue el Congo belga. Con su doble 577 Nitro Express, abatió cerca de 200 machos con excelentes defensas. En 1924 publicó un libro titulado “Memorias de un cazador de elefantes”, donde daba cuenta de sus peripecias. Un libro extremadamente difícil de conseguir.

Los marfileros del Reino de España
El nombre que primero nos viene a la mente cuando pensamos en cazadores españoles, es el de Tony Sánchez Ariño. Una leyenda viviente, que luego de una impresionante carrera como cazador de marfil en casi todo el continente, se dedicó con tanto o mayor éxito a la industria de safaris. Afortunadamente, Tony cuenta con una idiosincrasia sajona a pesar de su hispanidad, lo que lo llevó siempre a registrar en papel sus cacerías y aventuras. Por esa razón y porque aún se mantiene activo guiando clientes, no es parte de este club de marfileros olvidados que intento rescatar en estas líneas. Su historia amerita, sin dudas, un artículo aparte. Ahora el español que sí puede considerarse olvidado, por lo menos en su condición de marfilero, es el gran escritor Alberto Vázquez Figueroa. Una leyenda de la literatura contemporánea, a quien tuve el placer de entrevistar personalmente para Vida Salvaje, hablando sobre su experiencia como cazador de elefantes. Vázquez Figueroa, quien fue entre otras cosas buzo, periodista, corresponsal de guerra y renombrado novelista, llegó a la Guinea Española, en busca de aventuras, luego de pasar su infancia entre tuaregs en el Sahara Español. Allí, en la ex colonia del reino de España, conoció una noche, en una partida de póquer, a un tal Mario Corcuera, piloto, comandante de Caravelle, y cazador de elefantes. Se hicieron amigos, y más pronto que tarde, ambos estaban abatiendo elefantes por marfil y control poblacional en la Guinea Española, en el sur del Sudán, el Camerún, en el Ubangui-Chari y Uganda. Luego, de esta etapa, siguió el llamado del periodismo de guerra y se especializó en conflictos en África y América del Sur. Luego, ya retirado de los frentes de batalla, se dedicó a la novelistica. Hoy, luego de haberse radicado en las islas Canarias, vive plácidamente en Madrid. Y no deja de escribir. 

Franceses en el África Central
Theodore Lafebvre fue un pionero y el decano de los cazadores de marfil que dio la República Francesa en el continente negro. Se sabe que nació en 1878 y que, en 1906, desembarcó en el Ubangui-Chari, con un empleo de una firma comercial que intercambiaba productos nativos por manufacturas francesas. En esos remotos parajes, la cacería comenzó como un pasatiempo para el joven Lefebvre, y luego se convirtió en su modo de vida. No se sabe mucho de sus logros, ni de la calidad de sus trofeos. Sí que operaba en Buca, Marali, Bossangoa y Fort Crampel, todas áreas situadas al norte de Bangui. En la década del 30, retomó su actividad comercial y posteriormente se empleó en el servicio de telecomunicaciones de Tchad. En ese cargo, debía recorrer 600 kilómetros de línea telegráfica, que muchas veces era cortada por el paso de los grandes paquidermos. Allí, como uno puede imaginarse, también despuntó su gusto por la caza del elefante. Lefevbre fue el primer cazador que entró en el Ubangui-Chari, y el primero que abatió elefantes en esa zona legendaria y mítica del corazón del África.  
francés que operó en el centro africano a principios del siglo pasado fue Etienne Canonne, quien nació en 1902 y luego de estudiar abogacía viajó a África a la edad de 22 años. Sin embargo, el impulso que recibió de sus lecturas juveniles, lo convencieron que su destino era el de ser cazador de elefantes. Al principio intentó -sin éxito-, desarrollar su actividad en el Congo belga. Luego, pasó a lo que se denominaba el África Ecuatorial Francesa. Allí sí, en Fort Archambault, una pequeña población a orillas del río Chari en el Tchad, se convirtió formalmente en marfilero. Se estima que cazó más de 500 elefantes. Entre los años 1940 y 1943, participó en la campaña bélica de Etiopía y Eritrea, y luego combatió en la batalla de Bir-Hakeim. Luego de la finalizada la Segunda Guerra, se dedicó a la industria de safaris, hasta que falleció en 1976, con 74 años de edad.   

Así como Lefevbre fue el primero en operar en el Ubangui-Chari, en el África Ecuatorial Francesa, los tres últimos fueron Wackenrie, Kespart y Beaumont. Operaron allí hasta el año 1932, cuando se prohibió la caza ilimitada en ese territorio francés de ultramar. Wackenrie, condecorado militar en la Primera Guerra Mundial, recorrió el Alto M´Bomú, en el Ubangui donde concentró su actividad. Llegó a abatir 150 elefantes, usando un 404 con acción Mauser y un doble 500 3´´ Nitro Express ambos de fabricación belga. Murió en combate en la Segunda Guerra Mundial, luchando a favor de la Francia Libre, liderada por el general De Gaulle. Paul Kespart, por su parte, también veterano de la Gran Guerra, desembarcó en el Camerún francés en busca de aventuras. Se dedicó al comercio al principio, y luego a la caza de marfil. Se cree que abatió alrededor de 600 elefantes, y sus mejores marfiles fueron 121 libras y media en ambas defensas. Kespart hizo su vida en 
África, y falleció allí, hacia fines de los 50´s. El último, de los tres, Beaumont, un mecánico parisino, desembarcó en el centro de África empleado por una firma francesa. No pasó mucho tiempo, para que cambiara el mantenimiento de instalaciones, por la caza de elefantes, junto a un coterráneo que lo inició en la actividad. En su carrera de marfilero, cobró alrededor de 500 elefantes. Su mejor par de colmillos lo logró en la localidad de Zemio, con su venerable 416 Rigby, y pesaron 141 y 145 libras. Luego de su carrera de cazador, pasó treinta años en la ciudad de Dembia, y alternó el comercio y la prospección minera de uranio. Falleció en Bangui en la segunda mitad del siglo XX.    
La lista de los cazadores de marfil continua. Es larga. No mucho, claro, pero no termina aquí. Siempre quedarán, obviamente, los más famosos y conocidos por todos los amantes de la literatura cinegética africana, pero aún hay más que le dan pelea al olvido. Si logramos que permanezcan en el recuerdo de los modernos cazadores conservacionistas, sus experiencias y aventuras, seguirán inspirando a las próximas generaciones por su tenacidad, esfuerzo, valentía y por qué no, caballerosidad. Como gustaba decir un viejo amigo mío, cazador y marino: “cuando los barcos eran de madera, los hombres eran de acero”.  Vaya para ellos, el recuerdo como forma de homenaje a aquellos legendarios miembros de la honorable fraternidad de cazadores de elefantes.

martes, 26 de mayo de 2020

Sir Wilfred Thesiger, Gentleman & Explorador


Por Eber Gómez Berrade

Sir Wilfred Thesiger fue -sin dudas- el último explorador inglés de la vieja escuela. Nació a principios del siglo XX y murió a principios del XXI. En su larga vida de aventuras fue cazador, expedicionario, geógrafo, militar y escritor. Fue premiado y condecorado en numerosas oportunidades, entre ellas como Caballero Comandante de la Orden del Imperio Británico. Escribió famosos best sellers, fue nombrado miembro de la Real Sociedad Geográfica de Londres, y luchó como comando en las fuerzas especiales SAS, durante la Segunda Guerra Mundial, enfrentando al Afrika Corps en el desierto del Sahara. A dieciséis años de su muerte, se lo recuerda tanto por sus safaris de caza mayor en Etiopía y en el Sudán, como por sus expediciones a través del Rub´al Khali (la Región Vacía), aquel infernal e inhumano desierto de la península arábiga, todavía hoy inexpugnable. Una de las primeras fotografías de Wilfred Thesiger de las que se tiene registro, lo muestra a la edad de tres años junto a un antílope oryx cazado por su padre en Abisinia. Otra, junto a un kudú, y otra montado a caballo en un campamento de safari. De esta forma comenzó su vida, que desde el inicio auguraba una pasión por los lugares abiertos, las culturas primitivas y las viejas tradiciones europeas. Thesiger fue un imperialista consumado. Siempre se jactó de la función civilizadora que los británicos llevaron a los confines más salvajes del planeta. Y al mismo tiempo como muchos otros colonialistas, tenía un gran respeto y admiración por aquellos pueblos originarios con los que se codeó a lo largo de sus expediciones. Siempre fue respetado por los nativos africanos y beduinos que lo veían como a uno de los suyos. Los árabes lo llamaban Mubarak ibn London (bendito hijo de Londres). Al final de sus viajes se hospedaba en casa de su madre, en el recoleto barrio de Chelsea, sobre el río Támesis, en Londres. Allí, cambiaba el turbante por el bombín negro, y el rifle por el paraguas con total naturalidad. No era fácil reconocer, en ese típico gentleman que paseaba por la mundana King´s Road o leía sentado en un banco de los pintorescos Ranelagh Gardens, al famoso explorador de las selvas de África y los desiertos de Arabia.


Entre Eton y África
Wilfred Patrick Thesiger nació en una choza de adobe y paja en Addis Abeba, Abisinia (hoy Etiopía), el 3 de junio de 1910, pero a pesar de tan humilde escenario, el joven Thesiger provenía de una familia de aristócratas. Su padre, era de hecho, el cónsul general británico en ese país africano, y su tío Frederick Thesiger, primer Vizconde de Chelmsford, sería nada menos que Virrey de la India entre los años 1916 y 1921. La vida en esos exóticos paisajes abisinios no duraría mucho, pero fue suficiente para inocular el virus de la aventura, la exploración y la caza, que lo acompañaría durante toda su vida. El traslado de su padre a Inglaterra hizo que sus días de libertad temprana se transformarán en disciplina y estudio. Fue educado en una escuela prestigiosa del condado de Sussex, y más tarde entró en el legendario Eton College. Como no podía ser de otra manera, la universidad a la que ingresó luego fue la de Oxford. Era bueno en los estudios, pero mejor en los deportes. Particularmente en boxeo, donde recibió premios durante su estadía en los claustros universitarios y fue nombrado capitán del equipo. Su otra pasión, la exploración, lo llevó a convertirse en el tesorero del Club de Exploración de Oxford, donde comenzó a vislumbrar lo que iba a ser su carrera después de recibirse. En aquellos años de juventud, Thesiger asolaba la biblioteca paterna y la de su colegio, en busca de los escritos de los exploradores más famosos. De esa manera, se interiorizó de las vidas de grandes cazadores profesionales como el legendario Frederick Courteney Selous, el escocés John Hunter, el Honorable Denis Fynch-Hatton (otro Etonian igual que él) y el decano de los White Hunters, Philip Percival. Pero también, leyó las obras de los grandes arabistas británicos como Sir Richard Francis Burton, el famoso descubridor del Lago Tanganika, traductor de “Las mil y una noches” y peregrino de las ciudades santas del islam de La Meca y Medina; de Charles Montagu Doughty, autor del clásico “Viajes en la Arabia Deserta”, y por su puesto de su coetáneo Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, quien hacía poco, había publicado su obra magna “Los siete pilares de la sabiduría”, relatando magistralmente la revuelta árabe durante la Primera Guerra Mundial. Todos estos libros, inflamaron aún más el espíritu andariego de Thesiger, así que cuando en 1930 recibió una invitación del Emperador de Etiopía, Halie Selassie, para su coronación, no lo pensó dos veces. Selassie, el último monarca en ocupar ese trono de larga tradición cristiana, iba a ser coronado en Addis Abeba, y quería que Thesiger, -a quien conocía de pequeño- asistiera a ese evento. Fue la gran oportunidad para volver a su amada África, y a partir de allí, se convertiría en un destino habitual en sus viajes. Sus contactos con el establishment y su vinculación con el club de exploradores de la universidad, lograron que la Real Sociedad Geográfica de Londres, lo enviara a Etiopía en 1933, como líder de expedición para explorar el río Awash, uno de los cursos de agua más importantes de ese país. Thesiger naturalmente cumplió cabalmente su cometido, recorriendo el río y cartografiando la zona hasta llegar al lago Abbe, pero además tuvo tiempo para convertirse en uno de los primeros europeos en entrar al Sultanato de Aussa, en la región Afar, en el este de Etiopía. Luego de esta experiencia, la suerte estaba echada. Aplicó y obtuvo un puesto en el Servicio Político de Sudán, y se estableció en Darfur y en el Alto Nilo. Allí con trabajo asegurado y en el lugar de sus sueños, se dedicó a la caza mayor. No tanto como buscador de trofeos, sino para eliminar animales cebados y problemáticos, y para proveerse el sustento diario de carne silvestre. Pero esta vida despreocupada de safaris no iba a durar mucho. El estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, se hizo escuchar en África y todo cambió para Thesiger.


Comando en las Fuerzas Especiales
Sin pensarlo dos veces, Thesiger se unió a las Fuerzas de Defensa de Sudán en 1940, como miembro de la legendaria Gideon Force, al mando del coronel Orde Wingate. Un grupo de operaciones especiales de elite, que tuvo la misión de combatir a los italianos de Il Duce, y de paso, volver a poner en el trono al depuesto emperador de Abisinia: su amigo Halie Selassie, el Ras Tafari, Negus de Absinia, Rey de Reyes y unos cuarenta títulos más. Su imperio duró hasta 1974, cuando fue depuesto nuevamente, y asesinado al año siguiente. Para Thesiger la campaña militar etíope tuvo algunos contratiempos, pero el saldo no pudo haber sido mejor. Logró junto a sus hombres, la rendición de 12.000 efectivos italianos, y se dirigió triunfante a la capital, Addis Abeba, su lugar de nacimiento. Por esa tarea, fue condecorado con la Orden de Servicios Distinguidos. Siempre dijo que, para él, la operación en Etiopía tuvo un carácter muy particular, porque la consideraba una especie de cruzada, de la cual estuvo siempre muy orgulloso. La continuidad de la guerra le permitió conocer el otro escenario donde se iba a sentir pleno, además de la sabana africana: el desierto árabe. Ingresó al grupo Special Operations Executive, que se encargaba de operaciones de espionaje, sabotaje y reconocimiento, y fue desplegado al teatro de operaciones de Siria. Más tarde, pasó a los legendarios comandos SAS (Special Air Service) para combatir en el norte de África, donde alcanzó el rango de Mayor. Allí patrulló el desierto, fue ametrallado por aviones alemanes, combatió a punta de bayoneta calada, minó y desminó caminos, dinamitó postes de telégrafos, se lanzó en paracaídas tras las líneas enemigas y se convirtió en una pesadilla para el África Korps del Mariscal Rommel.




Hacia el infernal Rub´al Khali
Luego de la guerra, Thesiger se dedicó a la exploración a tiempo completo. Viajó por Irak, Irán, Kurdistán y Pakistán. En 1945 fue contratado por la Unidad de lucha contra la langosta en Medio Oriente, para localizar zonas de reproducción de esta plaga en el sur de Arabia. No es que ese trabajo lo entusiasmara mucho, pero le daba sí, la oportunidad de recorrer los lugares por donde habían andado sus admirados Burton, Doughty y Lawerence. Fue en esta época que condujo dos expediciones trascendentales: el cruce en dos oportunidades del gran desierto de Rub´al Khali, el infame Empty Quarter (Región Vacía). Con una extensión de más de 650 mil kilómetros cuadrados, es uno de los mayores desiertos de arena, y una de las zonas más inhóspitas del planeta. Hasta ese momento solo dos exploradores se habían arriesgado a cruzarlo: los británicos Bertram Thomas en 1931, y Harry Saint John Philby en 1932. Thesiger tomó otras rutas, pero además como odiaba la tecnología moderna, realizó sus expediciones caminando o montado en camellos, con la sola compañía de nativos beduinos. La primera vez que cruzó el desierto fue en 1946, desde Salalah en la provincia de Dhofar, en Omán, y se dirigió hacia el oasis de Mughshin. Luego pasó por el oasis de Liwa, en el Emirato de Abu Dhabi, cruzó a Omán y regresó a Salalah al año siguiente. La segunda vez, en 1947, arrancó por el pozo de Manwakh en Yemen, pero fue encarcelado por un breve periodo por el rey de Arabia Saudita. Una vez liberado, mediante algunos trámites del gobierno británico, siguió por Sulayil y volvió a la ciudad de Abu Dhabi en 1948. Estas expediciones fueron en parte financiadas por la empresa Petroleum Development Oman, quienes requerían de Thesiger, no solo cartografía de la zona, sino un informe completo con miras a la explotación petrolera de la región. Lo cierto es que el explorador, contrario a la tecnología moderna y amante de las viejas tradiciones, detestaba la sola idea de ver convertido su querido desierto y a sus beduinos, en un parque tecnológico de explotación industrial. Pero es cierto que, así como el estudio de langostas lo ayudó a recorrer Arabia, el petróleo lo ayudaba a financiar sus escapadas nómades.

Explorador de renombre
Luego de sus dos cruces al Rub´al Khali, la fama de Thesiger se extendió por todo el mundo. Pasaba sus días entre viajes a Londres, a Siria y a Irak. En el desierto aprovechaba para desarrollar su gusto por la caza, con un venerable Rigby .275, calibre suficiente para las gacelas y antílopes de la región. Esta nueva conexión con la caza, lo impulsó nuevamente a cambiar de lugar de residencia, y se mudó a Kenia. Allí se dedicó de lleno a la caza mayor, y a recorrer territorios turkanas y samburus. Cazó elefantes, búfalos y leones, así como innumerables especies de planicie al pie del Kilimanjaro. Al mismo tiempo, organizaba lo que serían sus futuros viajes a India, Pakistán y Afganistán. Las décadas de 1950 y 1960, lo vieron recorrer infinidad de lugares, escribir mucho y recibir premios. La Real Sociedad Geográfica de Londres le otorgó la prestigiosa Founder´s Medal; la Real Sociedad para Asuntos Asiáticos, la Lawrence of Arabia Medal; la Real Sociedad Geográfica de Escocia, la Livingstone Medal; la Real Sociedad Asiática, la Burton Memorial Medal; la Reina Elizabeth II, lo condecoró en 1966 como Comandante de la Orden del Imperio Británico, y en 1995, lo ascendería a Caballero Comandante de la Orden del Imperio Británico. Thesiger recibió además numerosos galardones literarios, como el ser elegido miembro de la Real Sociedad de Literatura y miembro honorario de la Academia Británica, entre otras distinciones universitarias. Aunque nunca tuvo el objetivo de ser un escritor de viajes, sus amigos, lo convencieron para que, de a poco, ponga en orden sus apuntes, y le dé forma de libro. Así lo hizo y en esto también le fue muy bien. Su obra más conocida fue “Arabian Sands”, que publicó en 1959. Allí relata con una pluma digna y sobria, sus exploraciones por el Rub´al Khali. En 1964, publicó “The marsh Arabs”, donde se explaya sobre las tribus de las marismas del sur de Irak, en un relato entre antropológico y de aventuras. Luego de sus dos grandes best sellers, siguió publicando, entre otros títulos: “The last nomad”; una autobiografía titulada “The life of my choice”; “My Kenya days”, “The Danakil diary”; una antología llamada “My life and travels” y una colección de fotografías titulada “A vanished world”.

Además de cazar, Thesiger tomaba muchas fotos, y al final de sus días donó su colección de más de 38 mil negativos al museo Pitt Rivers de la Universidad de Oxford. En 1990 se radicó definitivamente en Inglaterra. Su estado de salud, ya no le permitía continuar sus excursiones, solo le quedaba pelearle al mal de Parkinson, en un ambiente más civilizado. De la casa de su madre, paso a una casa de retiros, en la que llevaba una vida monástica y digna. Thesiger nunca se casó, ni tuvo hijos naturales. Sí muchos amigos nativos, a los cuales veía como sus descendientes. Su larga vida le permitió ser testigo de las consecuencias de la revuelta árabe iniciada por Lawrence de Arabia, hasta el atentado a las Torres Gemelas, perpetrado por Bin Laden y sus secuaces en 2001. Siempre estuvo en contra de la Guerra del Golfo, a la que calificó de locura criminal. Hasta sus últimos días, rezongó de la modernidad. Él era un gentleman de la vieja escuela, un explorador victoriano con todas las letras, aunque hubiera nacido nueve años después de la muerte de Victoria. Un veraniego 24 de agosto de 2003, partió por última vez al Valhala de los exploradores y cazadores. Tenía 93 años, dejando en sus libros y fotografías un legado indeleble para los amantes de la épica aventurera.

martes, 5 de mayo de 2020

Nicholas Roerich, un artista visionario, pacifista y cazador




Por Eber Gómez Berrade

El pintor ruso Nicholas Roerich ha sido sin lugar a dudas, uno de los personajes más fascinantes que dio la humanidad en el siglo XX. Entre su múltiples e increíbles facetas de artista, explorador, arqueólogo, naturalista, místico, escritor y pacifista, la de cazador es tal vez, la menos conocida. Sin embargo, la caza fue para él una pasión en sus años jóvenes, que lo llevó, no solo a practicarla, sino a escribir sobre ella en revistas rusas y luego a retratarla en lienzos con exquisitas escenas cinegéticas en las estepas de Siberia, en las montañas del Himalaya y en los desiertos de la legendaria Mongolia.

Definir la versatilidad de un personaje como Roerich en un artículo como este, es una tarea cercana a lo imposible. Para entrar en tema, digamos que como artista plástico pintó más de 7.500 cuadros a lo largo de su vida. Participó como escenógrafo en diversas operas en viarios teatros de Europa. Se recibió de abogado y al mismo tiempo se destacó como naturalista, arqueólogo y luego explorador en Asia Central. Junto con su esposa Helena, fue uno de los grandes místicos de principios de siglo XX, siendo un activo rosacruz, teósofo y fundador de la Sociedad Agni Yoga. Escribió casi 30 libros de viajes, esoterismo y poesía. Como pacifista, creó el Pacto Roerich para la protección de monumentos culturales en tiempos de guerra e ideó la Bandera de la Paz, lo que lo llevó a ser candidato al Premio Nobel de la Paz en dos oportunidades. Fue amigo de personalidades como el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, Albert Einstein, Ernest Hemingway, Rabindranath Tagore, Nehru, Indira Gandhi, y un extenso etcétera. Colaboró en el diseño del billete actual de un dólar de los Estados Unidos. Y como si todo esto fuera poco, en su honor hay una montaña Roerich en la cordillera Altai en Asia, y un planeta Roerich orbitando en nuestro sistema solar.

Pasión por la caza y la naturaleza
Nikolái Konstantínoviich Roerich, tal cual su nombre en ruso, nació un 9 de octubre de 1874 en la ciudad de San Petersburgo, en una familia aristocrática.
Tuvo una educación muy completa y cosmopolita. Aprendió varios idiomas europeos, y le fue transmitida la cultura de sus padres, especialmente en historia y misticismo.
Su familia tenía una casa de campo en las afueras de San Petersburgo, con un predio de 1.200 hectáreas que se llamaba Isvara. Allí Nicholas creció, amando la naturaleza, y en donde su pasión por la caza y los animales de desarrolló por completo. Deambulaba solo por los ríos, bosques y montes de la extensa propiedad, recechando todo tipo de animales, incluidos osos y ciervos. En sus años de universidad, las vacaciones las pasaba en excursiones de caza y en excavaciones arqueológicas. Para esa época comenzó a colaborar en revistas especializadas de caza como “Cazador Ruso” y “Naturaleza y Caza”. En esos medios, desplegaba habitualmente sus conocimientos referentes a la caza en culturas eslavas originales, leyendas épicas e historias donde como dice uno de sus biógrafos, Jordi Pomés: “describía las maravillas de la naturaleza, vista por el cazador a todas horas, y donde celebraba la unidad y comunión del hombre con la naturaleza”. La caza para Roerich, no era una cuestión de trofeos. Era una forma de comulgar con la Madre Tierra de manera tradicional y atávica. Siempre mantuvo una gran sensibilidad por la vida animal, y una consciencia elevada por la relación de los humanos con el medio ambiente.
Aquellos escritos iniciales de aventuras, serían el inicio de la literatura que más le gustó a Roerich, y que llegó a consagrarlo como escritor con su obra “El corazón de Asia”. En estas revistas, también publicó muchas de sus características pinturas cinegéticas. 
Sin embargo, la caza y la naturaleza no fueron los únicos pasatiempos durante esos años. El arte, la arqueología y la historia también le quitaban el sueño, y gracias a la gran biblioteca de su padre, tenía vastos conocimientos en estos temas, especialmente en lo que hace a la cultura eslava y oriental. De esta época también, son sus colaboraciones en la revista rusa “Arte y Arqueología”, donde registraba los resultados de sus excavaciones.
A la edad de decidir qué carrera seguir, tuvo que pactar con su padre. Nicholas quería ser pintor, y su padre que fuera abogado. Al final cursó las dos carreras, y se graduó en la Universidad de San Petersburgo y en la Academia Imperial de Bellas Artes en derecho y arte respectivamente. De manera paralela, siguió con sus actividades de arqueólogo, haciendo excavaciones en Novogrod, Yaroslav y Smolenks, descubriendo en 1904, estaciones neolíticas cerca del lago Piros.
Desde temprano, su activa forma de ser, hizo que entablara amistad con personajes como los compositores Rimsky-Korsakov, Stravinsky, y el escritor León Tolstoy, autor de “La Guerra y la Paz”. Su pintura en esta etapa se centra en temas históricos de la vieja Rusia, comenzando a afianzar su particular estilo, que lo identificaría en lo sucesivo. Se destacó como artista, a tal punto que, a la edad de 24 años lo nombraron asistente del director del Museo de la Sociedad Imperial para la Promoción de las Artes. Y como también escribía, y bien, lo designaron asistente del director de la revista “Las artes y la industria artística”, al tiempo que colaboraba en las revistas “La estrella” y “La ilustración del mundo”. Tres años después, se convirtió en el director de la Sociedad Imperial para la Promoción de las Artes.

Helena, una eterna compañera
Helena Roerich fue también un personaje en sí mismo. Descolló como pianista, escritora, mística y exploradora. Fue una pareja destinada a conocerse y a no separase más. La pareja se conoció en 1899, y selló su destino para siempre. Se casaron en 1901. No lo hicieron antes porque Nicholas realizó un viaje a París para perfeccionar su técnica pictórica. En 1902 nació su primer hijo Yuri, y en 1904 su segundo hijo, Svetoslav. Todo rápido. Una característica de su personalidad, era además de su gran capacidad de trabajo, su apuro para hacer todo. “Me pregunto si tendré tiempo para morirme”, solía decir con sarcasmo. Helena fue sin dudas, un puntal en su vida. Su gran compañera y cómplice en todos sus proyectos, que también descolló en todo lo que arremetió, aunque siempre se mantuvo un paso detrás de Nicholas. Fue una concertista de piano destacada -sobrina del compositor Mussorgsky-, y una gran escritora que escribió más de veinte libros sobre espiritualidad. Como teósofa, realizó la primera traducción al ruso de “La Doctrina Secreta”, la obra cumbre de la otra teósofa rusa Helena Petrovna Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica. En 1920, Helena contactó en Londres, con quien fuera su maestro espiritual, el Mahatma Morya, un adepto de la hermandad Trans-Himaláyica. A partir de entonces, fue la ideóloga del Agni Yoga. Las enseñanzas que proclamaban la ética viva y una manera espiritual de vivir en unidad con la consciencia cósmica. 
Conocer a Nicholas y viajar, fue casi lo mismo para Helena. Al nacer su segundo hijo, el matrimonio había visitado más de 40 ciudades europeas, para estudiar las raíces de la cultura rusa, y para inspirar a Nicholas en una nueva serie de obras y artículos. Luego Helena, acompañaría a su esposo en sus viajes de ultramar: Inglaterra, Estados Unidos, India y en las dos expediciones al Asia Central. Vivió ocho años más que Nicholas, y al enviudar se dedicó por completo a extender la obra mística y pacifista de su amado marido. Murió en India en 1955.

 escenógrafo y diseñador
A esta altura de la vida de Nicholas, su talento polifacético era incontrastable. A sus expediciones de caza, sus excavaciones arqueológicas, sus cuadros y artículos periodísticos, le sumaba el diseño de escenarios y vestuarios para óperas y ballets. Participó en las puestas de “La Doncella de Nieve”, “Peer Gynt”, “La princesa Malen”, “Las Valquirias”, “El príncipe Igor”, y “La consagración de la Primavera” de su amigo Stravinski. En este período que va desde inicios del siglo XX hasta la Primera Guerra Mundial, Roerich trabajó como profesor de la Escuela de la Sociedad Imperial que además dirigía. Participó en innumerables exposiciones de arte en París, Venecia, Roma, Berlín, Bruselas, Viena, Londres, y sus cuadros fueron adquiridos por importantes museos como el Nacional de Roma y el Louvre. Y es en éste período, donde comenzó a tomar forma su filosofía pacifista y anti militarista. Un período particular, si pensamos que La Gran Guerra estaba a la vuelta de la esquina.

La Primera Guerra Mundial
El mundo cambió luego del asesinato de Sarajevo en 1914, y Roerich vislumbró las consecuencias nefastas que una guerra a gran escala tendría en los tesoros culturales de las naciones. Por eso en 1915, le presentó un informe al Zar Nicolás de Rusia, instándolo a tomar medidas serias a nivel de Estado para proteger el patrimonio cultural en todas las Rusias. Sería ese, el antecedente directo de su Pacto por la Paz, y una de sus últimos trabajos en la Rusia zarista. En 1916, por problemas de salud, se trasladó a Finlandia con su familia. Al año siguiente, cuando Lenin lideró la Revolución Bolchevique y cerró las fronteras de la ahora Unión Soviética, Roerich se quedó afuera de su Rusia, tanto física como espiritualmente.
Sus obras de esa época, reflejan la violencia que azotaba al mundo, y su preocupación por la supervivencia de los tesoros culturales. Aquí comenzó también, a interesarse por las filosofías orientales, y se zambulló de lleno en los escritos y enseñanzas de los grandes pensadores de la India, como Ramakrishna, Vivekananda y Rabindranath Tagore.


América, antesala de la India
Este estudio de las ideas orientales, provocó en el matrimonio, un intenso deseo de viajar a India, e internarse en los Himalayas, para ver y sentir in situ, lo que los yoguis y gurúes proclamaban. Pero el destino, les iba a mostrar otro camino, antes de llegar a las tierras de Krishna. En 1920, recibió una invitación del Instituto de Artes de Chicago, en la que le proponía organizar una gira con exposiciones por 30 ciudades de los Estados Unidos. Aceptó de inmediato. Era una gran oportunidad en su carrera artística, y le daría tiempo para preparar su ansiado viaje a Asia.
En Estados Unidos fundó organizaciones culturales y pictóricas que convocarían a lo más granado del mundo cultural de ese país. Solo un año después de su llegada, fundó el Instituto Maestro de Artes Unidas, con el objeto de promover un acercamiento de los pueblos a través de la cultura y el arte. El Instituto estaba emplazado en el “Edificio Maestro”, un rascacielos neoyorquino, diseñado por el propio Roerich. Allí además de enseñar todas las artes, se daban conferencia, talleres y carreras de grado. Había alojamientos económicos para artistas y estudiantes, y en el pen house, había una sala donde Nicholas y Helena, se juntaban a meditar. En 1922, Roerich fundó el Centro Cultural “Corona Mundi”, y en 1923, creó el “Museo Nikolai Roerich” de Nueva York. Además, en ese lapso, recorrió muchas ciudades americanas, exponiendo obras, dando conferencias y talleres. Su nombre se hizo muy familiar para el estadunidense medio, que veía en Roerich, a un excéntrico artista ruso, con pinta de gurú oriental, y espíritu emprendedor digno de un ejecutivo de Wall Street.
La venta de sus cuadros, los honorarios por su colaboración en publicaciones y diseño de espectáculos musicales y teatrales, y los beneficios producto de las organizaciones culturales que fundó en Estados Unidos, le permitieron tener los fondos necesarios para su viaje a India. Un viaje, que no sería turístico, sino, como todo en la vida de Roerich, tendría varios objetivos paralelos, y se convertiría en su primera expedición al Asia Central.

Expedición en el Asia Central.
En el año 1923, la familia Roerich partió a la India por fin. El sueño suyo, de su esposa y de sus hijos también. India iba a ser el primer paso para su primera expedición al Tíbet Trans-Himaláyico y al desierto de Gobi en la Mongolia. Nicholas estaba obsesionado por encontrar el nexo cultural entre los pueblos eslavos e indos. Pero también estaba obsesionado, por encontrar la mítica ciudad sagrada de Shambala. Esta ciudad, que aparece en la noche de los tiempos en escrituras orientales, fue El Dorado para una generación de exploradores, místicos y científicos, como Roerich en los 20´s, y el cazador alemán y miembro de las SS, Ernst Schaffer en la década del 30. Siempre pendulando entre el mito y la realidad, el consenso místico es que Shambala existe, pero en un nivel físico sino etérico, en un estado de conciencia solo accesible para aquellos que hayan evolucionado suficientemente en el plano espiritual. La obra de Roerich indica que él pudo acceder a este reino mítico, dando no sólo pistas geográficas y anécdotas sobrenaturales, sino también, transmitiendo una enseñanza de un carácter espiritual superior, casi desconocido en aquellos años.   
La ruta que los Roerich siguieron junto con una caravana de varios científicos occidentales, personal de campamento y guías nativos, se dirigió por Sikkim, Cachemira, Ladakh, Sinkiang en China, Rusia (donde aprovechó para visitar Moscú), Siberia, las montañas de Altái, la Mongolia y el Tíbet. La expedición se inició en 1925 y culminó en 1928, convirtiéndose en una de las expediciones de exploración más importantes del siglo XX. Allí se realizaron investigaciones arqueológicas, etnográficas y naturalistas. Se mapearon zonas inexploradas hasta el momento, se descubrieron manuscritos religiosos incunables de hinduismo, budismo y de la religión bon tibetana. Roerich, escribió entonces sus obras más conocidas, “El corazón de Asia” y “Altai”. Pintó más de 500 cuadros, que conforman las series conocidas como “Maitreya”, “Camino de Sikkim” y “Los Maestros de Oriente”.
La expedición no estuvo exenta de riesgos y enormes sacrificios. Las dificultades de acceso a los puertos de montaña, sin caminos ni sendas delimitadas, con la constante amenaza de salteadores y ladrones, así como las intrigas de las autoridades locales tibetanas, chinas, rusas y británicas, siempre suspicaces sobre los propósitos reales de semejante expedición, con fines tan dispares y liderada por un artista, hicieron muchas veces que el viaje se convierta en una pesadilla. Los libros de Roerich mencionan muchos de estos incidentes, como cuando la expedición fue virtualmente prisionera por cinco meses, en pleno invierno y sin acceso a vivieres, en la que murieron casi todos los animales y cinco nativos del grupo. Tuvieron enfrentamientos armados, que repelieron gracias al moderno armamento que llevaban y a las condiciones de Roerich y sus hombres como tiradores. Sufrieron mal de montaña en los pasos a más de 5.000 metros de altitud, y deshidratación en las ardientes arenas del Gobi. De todas maneras, al terminar el viaje, el material recolectado era realmente impresionante. Tanto es así, que Roerich decidió, no solo establecerse en India, sino también crear un centro de investigación científica, que iba a denominar “Instituto Urusvati de Investigaciones Trans Himaláyicas”. Y así, comenzaba, otra etapa en su vida, agregando la ciencia a todas sus pasiones anteriores.

La ciencia, su nueva pasión
La creación de este instituto científico, en el valle del Kulu, en el Himalaya Occidental, -donde además pasaría sus últimos años de vida- fue un hito en la vida de Roerich. Su hijo Yuri, ya para ese entonces, un reconocido orientalista internacional, fue nombrado director del Urusvati. En 1928, comenzaron las tareas de clasificación del material obtenido en la expedición, y al mismo tiempo se dedicaron a la investigación etnológica y lingüística, creando a su vez laboratorios de medicina, zoología, botánica y bioquímica. El Urusvati se abrió también a la colaboración e intercambio con otros organismos científicos del mundo. Entre los que colaboraron en las investigaciones se cuenta a los físicos Albert Einstein, Louis de Broglie y Robert Millikan, el explorador sueco Sven Hedin, entre otros. El trabajo científico allí fue fecundo. Se buscaron curas a distintas enfermedades como el cáncer, se estudiaron los efectos de los rayos cósmicos en la superficie terrestre, se tradujeron manuscritos sánscritos desconocidos, y naturalmente, Roerich, pintó allí innumerables lienzos. Todo iba viento en popa, hasta que el inicio de la Segunda Guerra Mundial, puso fin al financiamiento y el Urusvati, cerró sus puertas para nunca más volver a abrirlas. Hoy el edificio subsiste, convertido en museo, y en biblioteca, donde aún se atesoran las investigaciones zoológicas y botánicas de la expedición. 

Expedición a Manchuria y el legado por la Paz
A mediados de la década del 30, la pasión de Roerich por la exploración estaba intacta. En esa época, y gracias a la intervención de su amigo, Henry Wallace, secretario de agricultura y vice presidente del gobierno de Estados Unidos, bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, Roerich es convocado a realizar una expedición por Mongolia, Manchuria y China, para buscar semillas de plantas que prevengan la erosión del suelo y la sequía, un problema que asolaba a varias regiones de Estados Unidos. La expedición recorrería primeramente la cordillera de Hingán y Barginskoye, y luego los desiertos de Gobi, ordos y Holanshan. Al término de la misma, Roerich recolectó más de 300 plantas resistentes a las sequías, varias colecciones de plantas medicinales, y como no podía ser de otra manera, no faltaron los manuscritos antiguos, material arqueológico y cuadros reflejando esos exóticos paisajes de montaña.
Mientras Roerich estaba en expedición, en 1935, se firmó en Washington, el famoso Pacto Roerich. Un proyecto de Nicholas, que venía en carpeta desde antes de la Primera Guerra, donde proponía a todas las naciones del mundo, que se acordara la protección de instituciones artísticas y científicas y monumentos histórico. Una especie de Convención de Ginebra, pero para obras de arte y monumentos en tiempos de guerra. El pacto, apoyado por personalidades como Einstein, HG Wells, Rabindranath Tagore y George Bernard Shaw, entre otros, fue firmado inicialmente por todos los gobiernos de América, desde Canadá hasta Argentina. Nuestro país envió al embajador en Estados Unidos, Felipe Espil en representación del gobierno.
Para identificar aquellos lugares culturales que no deberían sufrir agresión alguna, Roerich creó el estandarte de la Paz. Una bandera blanca, con un círculo rojo (o magenta), y tres circunferencias del mismo color dentro del círculo. Este símbolo según Roerich, estaba presente en muchas culturas originales en todo el planeta. El mismo los había observado grabados en la roca en el oeste americano, en Siberia y en las estepas tibetanas. Hoy en día, esa bandera, sigue siendo un símbolo vigente de la Paz en el mundo entero. Por estas iniciativas fue nominado al Premio Nobel de la Paz en dos oportunidades.
Ese mismo año, 1935, otro hito iba a ocurrir en la increíble vida de Roerich. Gracias a una recomendación suya hecha a su amigo el vicepresidente Henry Wallace: la de modificar el diseño del billete de un dólar de Estados Unidos, agregando al Gran Sello, una pirámide truncada (como la de Keops), y el “Ojo que todo lo ve”. Wallace, que además de ser amigo, admiraba los conocimientos esotéricos de Roerich, no dudó en llevar la propuesta al presidente Roosevelt, quien la aceptó en la convicción que Estados Unidos tenía el destino manifiesto de llevar al mundo a un nivel de consciencia más elevado, bajo la Ley del Gran Arquitecto del Universo, concepto masónico para denominar a la idea de Dios. Roosevelt y Wallace eran masones, y vieron en este símbolo, una reafirmación de sus convicciones místicas. Naturalmente, Roerich fue sindicado también como masón, pero no lo era. Era rosacruz. Para despejar dudas, manifestó públicamente su pertenencia formal a la Antigua y Mística Orden de la Rosa Cruz y a la Sociedad Teosófica. Así que, gracias a esta sugerencia de un místico ruso, un símbolo esotérico se encuentra en el billete de mayor circulación de los Estados Unidos.
Casi todos los proyectos de Roerich se concretaron. Casi, pero no todos. Si bien el Pacto Roerich se firmó y se prometió cumplirlo, los estragos de la Segunda Guerra Mundial en materia de reliquias y monumentos fueron inmensos. Hoy en día, vemos salvajes islamistas destruyendo a cañonazos sitios arqueológicos de Nínive e Irak. Otro proyecto inconcluso, fue la creación de un País Budista, bajo mandato de la Unión Soviética, en territorio chino de Manchuria y dirigido por el Panchen Lama. Roerich nunca lo logró, y no solo eso, sino que este proyecto provocó la suspicacia de varias naciones, y deterioró sus estrechos vínculos con el gobierno de Estados Unidos hacia fines de los años 30 y principios de los 40.

En el año 1947, solo dos años después de la caída de Berlín y de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y mientras India y Pakistán se separaban sangrientamente, Roerich, murió en su casa del valle de Kulu, en su amado Himalaya, con la sensación de no haber alcanzado su mayor y principal proyecto de vida: lograr la paz en el mundo. Una idea ambiciosa, utópica y casi mágica. Pero sin dudas, un ideal por el que vale la pena vivir, bajo los preceptos que él y su esposa Helena, definieron como la “ética viva”. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Los riesgos de una profesión peligrosa



Por Eber Gómez Berrade

En los últimos dos meses, dos cazadores profesionales perdieron su vida en Zimbabwe por ataques de fauna peligrosa. Los accidentes y muertes en los safaris no son nuevos, pero ponen de manifiesto los riesgos que esta actividad conlleva. En ambos casos, ningún cliente resultó herido y se cumplió la vieja regla de los guías de montaña, que dice que si alguien tiene que bajar con vida de la cima, ese indudablemente deberá ser el cliente.
 
Siempre recuerdo una escena de “Las Minas del Rey Salomón”, una película de los años 50, basada muy libremente, en la novela homónima del escritor inglés Henry Rider Haggard. Allí, Allan Quatermain, -el legendario cazador blanco-, le dice a la bella rubia que fue a contratarlo para un safari, que no tenía muchas expectativas de salir con vida de la aventura que estaban por iniciar. Sin embargo, era un riesgo que aceptaba tomar. Él ya había vivido suficiente -decía-, si se tenía en cuenta que el promedio de edad de un cazador blanco, rondaba los 40 años. Más temprano que tarde, una enfermedad tropical, una tribu de nativos hostiles o una fiera herida, terminaría con su vida. Lo cierto es que los riesgos de la profesión aún se mantienen, y como se dice en el mundo de la tauromaquia: para el torero una tarde de suerte, es salir con vida del ruedo. Para el cazador profesional, un día de suerte, es -muchas veces- volver con vida al campamento. 

Elefantes y cocodrilos
Hace un par de meses, Theunis Botha, una cazador profesional de Sudáfrica de 51 años de edad, estaba guiando a un grupo de clientes en el parque Nacional Hwange, en Zimbabwe. De repente, el grupo se topó con una manda de elefantes, en las que había crías, hembras y machos jóvenes. De ahí en adelante, la información no es muy precisa, pero según trascendió, el grupo se vio envuelto en una especie de estampida, que provocó que Botha disparara a tres crías. En ese momento, recibió la carga de una hembra, que fue muerta por uno de los clientes, con tal mala suerte, que cayó sobre el propio Botha, matándolo de inmediato.
Nunca conocí a Botha, no escuché hablar de él, pero según dicen, se especializaba en cacería de leopardos y leones con perros. Es muy difícil abrir juicio, desconociendo efectivamente lo que sucedió realmente ese fatídico día, sin embargo, confirma la regla de que el 90% de las cargas, y eventuales “accidentes”, son el resultado directo de una falla humana, de un error de cálculo, que en el último instante, se torna en contra del profesional y desata el infierno.
En el mes de Abril pasado, Scott van Zyl, otro cazador profesional perdió la vida en Zimbabwe, más precisamente a orillas del fronterizo río Limpopo. A Scott sí lo conocí, y en algún momento su compañía SS Pro Safaris, tuvo contactos comerciales con la mía, Executive Safari Consultants. Era como Botha, de nacionalidad sudafricano, tenía 44 años de edad, y también dejó detrás suyo una hermosa familia. En esa oportunidad, Scott estaba cazando del otro lado del río, en Zimbabwe, con un guía nativo y un par de perros. Los dos hombres habían partido en direcciones distintas al abandonar su vehículo durante la cacería, pero sólo el acompañante de van Zyl regresó al campamento. Nunca más se supo nada de él.
Desde ese instante, se puso en marcha un gran operativo de búsqueda que incluyó la participación de asociaciones de cazadores, servicios de emergencias, organizaciones conservacionistas, fuerzas armadas de Zimbabwe y policía de Sudáfrica. En un momento, se barajó la posibilidad de un secuestro o un homicidio, dada las condiciones de seguridad que existen en ese país. Finalmente, miembros del equipo de búsqueda, avistaron desde un helicóptero la mochila de Scott a la vera del Limpopo. Al llegar a esa zona por tierra, comenzaron a pensar que podría haber sido víctima del ataque de un cocodrilo. Recorriendo esa parte del río, encontraron un par bastante grandes. Los mataron y al abrir uno de ellos, encontraron restos humanos. Luego de los análisis de ADN, se confirmó lo peor. Los restos eran de Scott van Zyl. Aún se desconoce las circunstancias de ese ataque.

Un destino fatídico
Una mañana de abril de 2015, los que estamos relacionados con la industria de safaris, nos desayunamos con la triste noticia de la muerte de Ian Gibson, en un accidente con un elefante. Según se supo, Ian que trabajaba para Chifuti Safaris, estaba guiando a un cliente en el valle del río Zambezi, también en Zimbabwe. Tras cinco horas de caminata tras las huellas de un elefante macho con colmillos apropiados, Gibson decidió que su cliente descansara, mientras él intentaba una aproximación mayor, para evaluar el marfil del macho en cuestión. Se aproximó con su rastreador. El cliente quedó sentado bajo un árbol en compañía del guarda parque. El elefante que buscaban, resultó ser un espécimen joven que además estaba en celo. Sus sentidos de alarma y agresividad estaban en su máximo esplendor, por lo que a unos 100 metros de distancia venteó a Gibson y se le fue encima.
El profesional decidió gritar para detener la arremetida. Ahora sabemos que fue un grave error. Estando el elefante a muy corta distancia, tomó la decisión de disparar su fusil .458 Win.Mg. Impactó en la cabeza pero no fue suficiente. El elefante alcanzó al profesional y lo mató en el acto. En ese momento Gibson era muy reconocido en la comunidad de cazadores profesionales y contaba con 25 de años de experiencia en el bush, lidiando especialmente con especies de caza peligrosa, sin embargo cometió un error de valoración imperdonable. Su último error. 

El factor humano
Para los animales de caza peligrosa, huir o atacar son las dos únicas alternativas posibles de comportamiento frente a una agresión. Un profesional de la caza lo sabe bien, o por lo menos, debería saberlo. Es una de las primeras cosas que se aprenden a la hora de tratar con fauna peligrosa. El comportamiento de diferentes especies ante la agresión, o también ante la violación de su espacio vital. Para ilustrar la cuestión, digamos que existen dos áreas en la percepción del riesgo de estos conflictivos animales: la de huida y la de ataque. La de huida es más amplia. Cuando alguien penetra en ese vago territorio, el animal percibe riesgo pero también percibe la posibilidad de salir de allí sin meterse en problemas. Ahora, si el intruso traspasa esa área, e ingresa al círculo de seguridad más pequeño, la percepción le dirá al animal que queda una sola cosa por hacer para salir de ese riesgo, y es atacar. Donde termina el área de huida y empieza la de ataque es la pregunta del millón. Nadie lo sabe hasta que entra en ellas. Obviamente va a depender de las diferentes especies y sus sentidos de alarma más o menos afinados, de si se trata de una hembra con cría, de un macho joven en celo, o de un viejo sobreviviente que llegó a esa edad más por astucia que por temeridad. Lo cierto es que ese conocimiento no está en los libros. Lo da la experiencia y en muchos casos el sentido común. Por esa razón, la mayoría de las veces que asistimos a accidentes con fauna peligrosa, es debido al factor humano, más o menos como pasa con los pilotos de avión. Un mal cálculo de situación o una maniobra temeraria que provocan la reacción agresiva y desencadenan la tragedia. Si la carga finaliza con el animal abatido, quedará como una anécdota para el profesional y para el cliente. Si los abatidos son algunos de ellos, la carga se convierte en noticia y es publicada en los medios de prensa. Lo que sería ideal, en esos lamentables casos, es que fuera analizada por las asociaciones de cazadores profesionales, para obtener una conclusión y una lección aprendida que pueda ayudar al resto de los profesionales en una situación similar. Exactamente lo mismo, que se hace en la industria aeronáutica.

La misma vieja historia
Los ataques de animales de caza peligrosa a profesionales son tan viejos como la actividad misma. En la historia de los safaris africanos hay una gran cantidad de encuentros mano a mano con la fauna que terminaron mal. Algunos, muy mal. Un caso emblemático, fue la muerte del legendario cazador blanco Fritz Schindelar, quien fue derribado de su yegua de polo por un león herido en 1914, muriendo unos días más tarde de dolorisimas heridas en un hospital de Nairobi. Algunos años después de aquella tragedia, la novia del cazador blanco Donald Seth-Smith, también en Kenia, sería atacada por un rinoceronte en pleno safari, que la hirió con su cuerno en la cabeza. Ella sí sobrevivió al ataque, y siguió cazando junto al que sería su esposo por muchos años. A mediados de la década del 70, Mike Prettejohn, un experto en cacería de selva, que operó durante años en los Aberdares y las montañas Cherengani en Kenia, así como en Camerún y Congo, tuvo también un desagradable encuentro con un león herido. Claro que, como la de muchos profesionales, su vida estuvo signada por la aventura desde temprana edad. Comenzó cazando animales peligrosos a los dieciséis años con el hijo de Bunny Allen y Tony Archer. Todos convertidos luego en legendarios personajes de la caza en el África Oriental. Prettejohn, fue además comandante del regimiento de Home Guards durante la Emergencia Mau Mau que asoló Kenia en la década del 50, y tuvo su propia empresa de safaris. Si había alguien con experiencia en el bush, era él. Sin embargo, una noche, no le quedó más remedio que internarse en pleno monte para rematar un león herido por uno de sus clientes. La historia es corta. El león apareció desde el pastizal cargando a toda velocidad derribándolo de inmediato. Hay una instantánea tomada con flash de ese momento, en donde el león imprimía sus dentelladas en la pierna del profesional. Afortunadamente, pudo matar a la fiera y sobrevivir al ataque.   

Asesinos microscópicos
Cuando pensamos en los riesgos de la profesión de cazador profesional, naturalmente nuestra mente imagina el enfrentamiento con grandes y agresivos predadores. Sin embargo, muchas veces, el homicida es microscópico y tan letal, como el más enojado de los elefantes. La historia de los safaris, dan cuenta de varios de estos casos. En el año 1925, Reginald Berkeley Cole, uno de los fundadores del famosos Club Muthaiga de Nairobi, gran amigo de los cazadores blancos Dennis Finch-Hatton y el barón sueco Bror von Blixen-Finecke, y de la escritora danesa Karen Blixen, moría víctima de malaria adquirida en la sabana del este de África. Si bien Cole nunca se dedicó profesionalmente a la caza, sí era un consumado deportista, administrador colonial y capitán en tiempos de la Primera Guerra Mundial. Estuvo a cargo de tropas de infantería montada somalíes: los Scout de Cole. Los mismos que pintaban con rayas a sus caballos para camuflarlos como cebras a los ojos de las fuerzas alemanas estacionadas en la Tanganica. 
Pocos años más tarde de la muerte de Cole, le siguió la de su amigo Finch-Hatton, cuando se estrelló con su avión de Havilland Gypsy Moth biplano, en el Parque Nacional Tsavo, en Kenia. Podemos decir, también que debido a los riesgos de su profesión.
Otro piloto y cazador blanco que perdió su vida, haciendo su trabajo y víctima de estos diminutos enemigos, fue el conde austrohúngaro Laszlo Almasy, aquel personaje pintoresco del que también hemos hablado en estas páginas, que fuera tomado de modelo para la novela y posterior película “El paciente inglés”. Hacia fines del año 1951, Almasy cayó enfermo en una visita a la ciudad de Salzburgo. Allí le diagnosticaron disentería. La había contraído el año anterior, guiando un safari en Mozambique. Jamás se recuperó. Lo que no pudieron los accidentes aéreos, el desierto africano, animales de caza peligrosa, el fuego de artillería británico ni los espías soviéticos, lo pudo una microscópica enterobacteria letal.   
Más cercano en el tiempo, hace unos tres años, un colega y amigo mío de Namibia, Jaco Alberts, estaba cazando especies de planicie con un cliente, cuando de repente comenzó a sentirse mal. En ese momento, no sabía que era lo que pasaba. No había dolores, pero algo andaba mal. Decidió sentarse a descansar un momento, para luego proseguir con la caminata. A medida que pasaban los minutos, una sensación de debilidad extrema lo embargaba. No era agotamiento, ni insolación. Decidió llamar por radio a su esposa para que los recogiera. Media hora más tarde subió a la camioneta por sus propios medios y bajó en una ambulancia en la ciudad de Otjiwarongo sin poder mover un solo músculo de su cuerpo. No se supo a ciencia cierta la causa, si fue una miastenia grave generada por una falla en su sistema autoinmune, o un síndrome adquirido en el bush africano. Sin embargo, luego de un par de años de convalecencia, Jaco se recuperó y volvió al bush y a la profesión que lo apasiona.

Un cliente al rescate
En la historia de los safaris, hubo casos en los que no solo la víctima fue el cazador profesional, sino que quien lo salvó de una muerte segura fue el cliente. El caso más conocido, fue el protagonizado por el empresario argentino, Arturo Acevedo, presidente de Acindar, quien en 1965 estaba cazando en un safari con Glen Cottar en Loliondo, un extenso territorio entre el parque nacional de Serengueti en Tanzania y el Masai Mara de Kenia. Una tarde, cazando leones, Cottar le pidió a Acevedo que matara un búfalo para usar de carnada. Encontraron la pieza adecuada, y Acevedo le disparo con su doble .500/465. La bala dio en la cabeza del búfalo pero no lo mató. Disparó nuevamente, hasta que “la muerte negra”, desapareció entre el monte cerrado. Cottar en ese momento, no tenía su Rigby .500 que solía usar, sino un .458 Winchester Magnum a cerrojo. Para ir a buscar al búfalo herido, Acevedo le ofreció a Cottar su doble, que aceptó. El búfalo no estaba tan mal herido como parecía, e hizo lo que suelen hacer los viejos dagga boy, que por algo llegan a viejos. Los emboscó. De hecho, Cottar le disparó un par de veces más cuando lograba verlo, sin embargo sus tiros no eran certeros sino más bien al bulto. Un bulto negro, una sombra amenazante que se esfumaba luego de cada disparo. Fue cuestión de segundos cuando Cottar supo que su suerte estaba echada. Una explosión se escuchó a un costado suyo. Una tromba negra se materializó de repente y ya no había nada que hacer. El búfalo apareció a la carrera en carga franca y lo derribó, corneándolo en la pierna. En la desesperación, Cottar intentaba evitar que los cuernos perforen su pecho o su abdomen. En eso estaba cuando, increíblemente la fiera detuvo sus cornadas, dio media vuelta y se fue al trote de nuevo a la oscuridad del monte. Los porteadores fueron a buscar el vehículo, y entre ellos, Acevedo y sus dos hijos que acompañaban la partida, subieron al guía herido. En ese preciso instante, apareció nuevamente el búfalo a solo un par de metros de distancia. Esa vez, fue Acevedo el que disparó el .458 Win. Mag, matando de inmediato al animal. Acevedo y dos de los asistentes de Cottar condujeron la camioneta con la intención de llegar a Nairobi. En el camino, el argentino le administró morfina para el dolor y antibióticos para la infección. Sin dudas, algo de suerte le quedaba a Cottar, ya que en medio del monte, divisaron un campamento. Fueron hasta allí en busca de una radio, y se encontraron nada menos que con el famosos aviador Charles Lindbergh, quien estaba realizando un safari fotográfico junto a su esposa. Lindbergh tenía un avión pequeño con el que había viajado, y ofreció de inmediato trasladarlo a Nairobi en él. Así Cottar salvó su vida, gracias a un empresario argentino y a una leyenda de la aviación estadounidense. Dicen que estando en el hospital, Cottar dijo: “sé que Art salvó mi vida, pensando rápido y dándome morfina y antibióticos. Tiene agallas. Dios lo bendiga”.