Por Eber Gómez Berrade
En la historia de la caza de elefantes hay
nombres inolvidables como los británicos “Karamojo” Bell y “Pondoro” Taylor. Estos
personajes cazaban para obtener marfil, en una época donde su comercio era
legal, y las poblaciones de elefantes parecían no tener fin. Conocemos sus
hazañas porque además de haber cazado mucho, escribieron mucho y sus libros son
ya clásicos. Sin embargo, hay una extensa lista de “marfileros” europeos que
han cazado tanto como los sajones, pero que, por no haber dejado registros
escritos, sus andanzas están condenadas al olvido. En este artículo intentaré
repasar las vidas y aventuras de algunos de aquellos marfileros olvidados.
Escribir las crónicas de sus aventuras, siempre
fue una característica muy sajona. Exploradores, montañistas, arqueólogos y
cazadores británicos han descrito con lujo de detalles sus reminiscencias,
dejándolas para la posteridad. Lamentablemente, aquellos aventureros de origen
continental, como portugueses, belgas, alemanes, holandeses, españoles,
franceses y un no muy largo etcétera, han sido más avaros con la pluma, dando
la impresión de que fueron menos activos que sus colegas ingleses. La realidad
muestra que no fue así. Un cazador profesional de origen afrikáner con el que
solía trabajar en Bushmanland hace algunos años, me contaba en esas largas y
ricas charlas de fogón al terminar la jornada de safari, las experiencias de su
abuelo boer, cazando centenares de elefantes para comerciar su marfil, en los
territorios portugueses de Angola. Esas historias encendieron su imaginación y con
el paso del tiempo sellaron también su propio destino, al dedicarse a la caza
profesional. Lamentablemente, al no haber registros escritos de aquellas cacerías,
esas historias han quedado condenadas al olvido.
El auge de la caza de elefantes para obtener el
marfil y explotarlo de manera comercial, se extendió desde fines del siglo XIX hasta
mediados del XX, coincidiendo con el período de descolonización en África
alrededor de los años 60´s. Un par de décadas más tarde, llegó por fin la
prohibición internacional del comercio de marfil, con lo que esta profesión
pasó definitivamente a la historia. Naturalmente, si lo analizamos con ojos del
presente, la matanza indiscriminada de elefantes a escala industrial para la
obtención del “oro blanco”, que satisfacía la demanda de artículos suntuarios
como tallas, bolas de billar o teclas de piano, es una aberración lisa y llana.
Pero en lo personal, considero que es un grave error conceptual, revisar el
pasado con criterios del presente, y mucho menos juzgarlo en consecuencia. Es
claro que hoy sería impensable semejante actividad, pero en aquellos tiempos,
el nivel de conciencia de la humanidad y la aparente disponibilidad de recursos
faunísticos, hacían de la caza de elefantes para estos fines, algo normal.
Hoy, la humanidad ha avanzado mucho conciencialmente
en diversos aspectos de la vida. La caza mayor es ahora una actividad
recreacional, atravesada por profundos lineamentos éticos, morales y legales, y
además un instrumento de conservación de vida silvestre, moderno y exitoso,
utilizado por la mayoría de los países del mundo.
La caza de marfil no tenía fronteras. Allí donde
había poblaciones de elefantes, allí se los cazaba. Los grandes paquidermos de
sabana eran buscados en las márgenes del río Tana, en los pantanos del
Okavango, y del Ubangui Chari, en las arenas del Kalahari, el Chad, y el
Damaraland, y en los bosques de Zambia, Tanzania, Kenia, Angola y Mozambique.
Las especies de foresta -más pequeñas-, eran perseguidas en las selvas lluviosas
de Ituri, del Camerún francés, del Congo belga y de la Guinea Española. Aquella
“fraternidad” de marfileros, estaba conformada por miembros de casi todas las
nacionalidades europeas, que tenían algún dominio territorial en el África
colonial.
El nombre de Crawford Fletcher Jamieson, suele
ser sonarnos a aquellos que hemos leído -o estudiado- el clásico libro de John “Pondoro”
Taylor, “African Rifles and Cartridges”, que ha sido una especie de Volumen de
la Ley Sagrada para los amantes de las armas y cartuchos africanos. Allí,
aparecen referencias y algunas fotografías de Fletcher, hechas por Pondoro
quien era su amigo y con quien compartió numerosos safaris. Al decir de los que
lo conocieron fue uno de los marfileros más eficientes de su época, es decir de
los años que van del fin de la Primera Guerra Mundial hasta el fin de la
Segunda. Comenzó a los 23 años en 1928. No es mucho lo que se sabe, solo que
nació en 1905, que creció en la Rhodesia del Sur (Hoy Zimbabwe), y cazó
mayormente en los territorios del valle del río Zambezi. Falleció en 1947, no
en el Bush, aplastado por un elefante herido como uno podía suponer, sino
electrocutado en su casa, reparando un pozo de agua. De aquellos días de
safaris quedan -además de las fotos de Pondoro-, su rifle, un Jeffrey calibre
500 Magnum, con acción Mauser 98, de 26 pulgadas de cañón, con el que, según
Taylor, dio cuenta de más de 300 elefantes, todos de excelente calidad de
marfil.
Operando muchas veces en las cercanías de las
áreas en las que cazaba Fletcher, el sudafricano Bert Shultz, es otro marfilero
olvidado que operó desde 1922 hasta 1960 en el valle de Luangwa, en la Rhodesia
del Norte (hoy Zambia). Shultz dicen, abatió 160 elefantes para la obtención de
marfil y casi mil en operaciones de raleo. Nació en 1900 y falleció en 1971 en
su retiro en la ciudad de Puerto Elizabeth. Recuerda Tony Sánchez Ariño, quien
fue su amigo y colega, que una tarde Shultz estaba cazando gallinas de Guinea,
cuando se topó con un elefante de grandes colmillos Inmediatamente cambió la
escopeta por el rifle y lo derribó. Al día siguiente, cuando fue al lugar para
despostarlo, se encontró con otro macho, junto a su compañero muerto. Lo
derribó también, obviamente. El primero, dice, tenía colmillos de 105 y 98
libras, el segundo de 98 y 105 libras. Monstruos jurásicos para los humildes
estándares de la actualidad.
Un poco anterior que estos dos cazadores, y en territorios de la Angola portuguesa, el danés Karl Larsen, se distinguió también por haber cobrado más de 300 elefantes en la primera década del siglo XX. No dejó nada escrito, por lo que se sabe muy poco de él en realidad, más allá de su apariencia típicamente nórdica y su gusto por el calibre 600 nitro express. Murió en la década del 1920, enfermo de malaria que contrajo en el lago Banweulu.
También en territorio portugués, pero en
Mozambique, otro europeo del norte se destacó por sus cacerías de elefantes: el
alemán Werner von Alvensleben, miembro de una familia aristocrática alemana. Su
padre de hecho, estuvo involucrado en los complots para asesinar a Hitler
durante la Segunda Guerra.
Werner nació en Berlín en 1913, y a la edad de
22 años viajó al África Sudoccidental Alemana (hoy Namibia). Luego de rechazar
la vida de granjero, se mudó a Rhodesia del Sur, donde se dedicó a buscar oro.
Al estallar la guerra en 1939, fue detenido en un campo de concentración
inglés, del que pudo escapar y huir a Mozambique. Cuando finalizó la contienda,
se dedicó de lleno a la cacería de elefantes y se casó con una portuguesa que
se convirtió en la primer a mujer piloto de Mozambique. Su armero tenía tres rifles:
un 404 Jefferey, un Mannlicher en 9,3x62 y un 458 Winchester magnum. En su
época de cazador de marfil, Werner cazó 107 elefantes machos, llegando a cobrar
colmillos de 100-102 libras y otro de 100-105 libras. Luego de su etapa de
marfilero, el alemán se dedicó a la caza profesional como guía de safaris. En
1958 fundó la compañía Safariland, junto a Wally Johnson y Harry Manners. Guió
personalmente al Rey de España Juan Carlos I, al presidente francés Giscard
dÉstain, a los escritores estadounidenses Robert Ruark y Jack O ´Connnor, entre
otras celebridades de la época. En 1995, se fue con su esposa a Portugal, donde
falleció algunos meses después. Su historia de vida, se cuenta de forma parcial
en la biografía titulada “Baron in Africa”.
Uno de aquellos marfileros que sí dejaron algún
testimonio escrito de su paso por África, fue el portugués José Da Cunha Pardal,
autor de los incunables “Cambaco”, en sus dos ediciones de 1995 y 1996, y de
“Cazando elefantes en el África portuguesa”. Pardal nació en 1923, y a los 12
años su familia se estableció en Lourenzo Marques (hoy Maputo), capital de
Mozambiqe. A lo largo de su estancia en África, Pardal se dedicó a la caza de
elefantes por marfil, lo que complementaba con su profesión de maestro de
escuela de comercio. Luego de esas experiencias, se dedicó a guiar safaris y
compartió amistad con grandes profesionales de la época. Sus libros hablan del
profundo conocimiento que tenía, no solo de los grandes paquidermos, sino de
toda la fauna africana si como de armas y calibres. Era un experto recargador,
excelente fotógrafo y hábil orador. Fue muchas veces invitado a dar
conferencias en diversos foros internacionales, y se desempeñó como vocal de la
Comisión Central de Caza y del Consejo de Protección de la naturaleza. Como
muchos otros europeos, que vivieron la descolonización africana, tuvo que huir
con su familia en 1975 de su querido Mozambique, rumbo a Portugal cuando se
declaró la independencia de ese país. “Zé” Pardal, falleció no hace tanto, en
2013.
Portugal tuvo otra marfilero africano que de
distinguió a comienzos del siglo XX. Su nombre fue Joao Teixeira de
Vasconcelos. Teixiera se inició en la caza del elefante en Angola alrededor del
año 1914, y luego en lo que fue el Congo belga. Con su doble 577 Nitro Express,
abatió cerca de 200 machos con excelentes defensas. En 1924 publicó un libro
titulado “Memorias de un cazador de elefantes”, donde daba cuenta de sus
peripecias. Un libro extremadamente difícil de conseguir.
El nombre que primero nos viene a la mente
cuando pensamos en cazadores españoles, es el de Tony Sánchez Ariño. Una
leyenda viviente, que luego de una impresionante carrera como cazador de marfil
en casi todo el continente, se dedicó con tanto o mayor éxito a la industria de
safaris. Afortunadamente, Tony cuenta con una idiosincrasia sajona a pesar de
su hispanidad, lo que lo llevó siempre a registrar en papel sus cacerías y
aventuras. Por esa razón y porque aún se mantiene activo guiando clientes, no
es parte de este club de marfileros olvidados que intento rescatar en estas
líneas. Su historia amerita, sin dudas, un artículo aparte. Ahora el español
que sí puede considerarse olvidado, por lo menos en su condición de marfilero,
es el gran escritor Alberto Vázquez Figueroa. Una leyenda de la literatura
contemporánea, a quien tuve el placer de entrevistar personalmente para Vida
Salvaje, hablando sobre su experiencia como cazador de elefantes. Vázquez
Figueroa, quien fue entre otras cosas buzo, periodista, corresponsal de guerra
y renombrado novelista, llegó a la Guinea Española, en busca de
aventuras, luego de pasar su infancia entre tuaregs en el Sahara Español. Allí,
en la ex colonia del reino de España, conoció una noche, en una partida de
póquer, a un tal Mario Corcuera, piloto, comandante de Caravelle, y cazador de
elefantes. Se hicieron amigos, y más pronto que tarde, ambos estaban abatiendo
elefantes por marfil y control poblacional en la Guinea Española, en el sur del
Sudán, el Camerún, en el Ubangui-Chari y Uganda. Luego, de esta etapa, siguió
el llamado del periodismo de guerra y se especializó en conflictos en África y
América del Sur. Luego, ya retirado de los frentes de batalla, se dedicó a la
novelistica. Hoy, luego de haberse radicado en las islas Canarias, vive
plácidamente en Madrid. Y no deja de escribir.
Theodore Lafebvre fue un pionero y el decano de
los cazadores de marfil que dio la República Francesa en el continente negro.
Se sabe que nació en 1878 y que, en 1906, desembarcó en el Ubangui-Chari, con
un empleo de una firma comercial que intercambiaba productos nativos por
manufacturas francesas. En esos remotos parajes, la cacería comenzó como un
pasatiempo para el joven Lefebvre, y luego se convirtió en su modo de vida. No
se sabe mucho de sus logros, ni de la calidad de sus trofeos. Sí que operaba en
Buca, Marali, Bossangoa y Fort Crampel, todas áreas situadas al norte de
Bangui. En la década del 30, retomó su actividad comercial y posteriormente se
empleó en el servicio de telecomunicaciones de Tchad. En ese cargo, debía
recorrer 600 kilómetros de línea telegráfica, que muchas veces era cortada por
el paso de los grandes paquidermos. Allí, como uno puede imaginarse, también despuntó
su gusto por la caza del elefante. Lefevbre fue el primer cazador que entró en
el Ubangui-Chari, y el primero que abatió elefantes en esa zona legendaria y
mítica del corazón del África.
francés que operó en el centro africano a
principios del siglo pasado fue Etienne Canonne, quien nació en 1902 y luego de
estudiar abogacía viajó a África a la edad de 22 años. Sin embargo, el impulso
que recibió de sus lecturas juveniles, lo convencieron que su destino era el de
ser cazador de elefantes. Al principio intentó -sin éxito-, desarrollar su
actividad en el Congo belga. Luego, pasó a lo que se denominaba el África
Ecuatorial Francesa. Allí sí, en Fort Archambault, una pequeña población a
orillas del río Chari en el Tchad, se convirtió formalmente en marfilero. Se
estima que cazó más de 500 elefantes. Entre los años 1940 y 1943, participó en
la campaña bélica de Etiopía y Eritrea, y luego combatió en la batalla de
Bir-Hakeim. Luego de la finalizada la Segunda Guerra, se dedicó a la industria de
safaris, hasta que falleció en 1976, con 74 años de edad.
Así como Lefevbre fue el primero en operar en el Ubangui-Chari, en el África Ecuatorial Francesa, los tres últimos fueron Wackenrie, Kespart y Beaumont. Operaron allí hasta el año 1932, cuando se prohibió la caza ilimitada en ese territorio francés de ultramar. Wackenrie, condecorado militar en la Primera Guerra Mundial, recorrió el Alto M´Bomú, en el Ubangui donde concentró su actividad. Llegó a abatir 150 elefantes, usando un 404 con acción Mauser y un doble 500 3´´ Nitro Express ambos de fabricación belga. Murió en combate en la Segunda Guerra Mundial, luchando a favor de la Francia Libre, liderada por el general De Gaulle. Paul Kespart, por su parte, también veterano de la Gran Guerra, desembarcó en el Camerún francés en busca de aventuras. Se dedicó al comercio al principio, y luego a la caza de marfil. Se cree que abatió alrededor de 600 elefantes, y sus mejores marfiles fueron 121 libras y media en ambas defensas. Kespart hizo su vida en África, y falleció allí, hacia fines de los 50´s. El último, de los tres, Beaumont, un mecánico parisino, desembarcó en el centro de África empleado por una firma francesa. No pasó mucho tiempo, para que cambiara el mantenimiento de instalaciones, por la caza de elefantes, junto a un coterráneo que lo inició en la actividad. En su carrera de marfilero, cobró alrededor de 500 elefantes. Su mejor par de colmillos lo logró en la localidad de Zemio, con su venerable 416 Rigby, y pesaron 141 y 145 libras. Luego de su carrera de cazador, pasó treinta años en la ciudad de Dembia, y alternó el comercio y la prospección minera de uranio. Falleció en Bangui en la segunda mitad del siglo XX.
La lista de los cazadores de marfil continua. Es
larga. No mucho, claro, pero no termina aquí. Siempre quedarán, obviamente, los
más famosos y conocidos por todos los amantes de la literatura cinegética
africana, pero aún hay más que le dan pelea al olvido. Si logramos que
permanezcan en el recuerdo de los modernos cazadores conservacionistas, sus experiencias
y aventuras, seguirán inspirando a las próximas generaciones por su tenacidad,
esfuerzo, valentía y por qué no, caballerosidad. Como gustaba decir un viejo
amigo mío, cazador y marino: “cuando los barcos eran de madera, los hombres
eran de acero”. Vaya para ellos, el
recuerdo como forma de homenaje a aquellos legendarios miembros de la honorable
fraternidad de cazadores de elefantes.