Por Eber Gómez Berrade
El coronel Percival Harrison Fawcett encarna al prototipo
británico del explorador blanco de la era victoriana. Militar, topógrafo,
cazador, arqueólogo, teósofo, ocultista, espía y explorador, realizó
expediciones por Ceilán, Hong Kong, Bolivia, Perú y Brasil, pero fue la búsqueda de una civilización perdida en
medio de la selva del Amazonas, lo que lo catapultó al reconocimiento público,
lo distinguió con la medalla de la Royal Geographical Society de Londres y lo
empujó a su trágica desaparición en plena selva, que aún hoy, sigue siendo un enigma
sin resolver.

La vida de Fawcett estuvo signada por la aventura desde
temprana edad. Se relacionó con las exploraciones desde sus inicios en la
carrera militar. Su padre, que había nacido en la India, era un consuetudinario
miembro de la Royal Geographical Society de Londres, y su hermano mayor, Edward
Douglas, montañista, teósofo y escritor de novelas de aventuras. Como si esto
fuera poco, se apasionó también por las ciencias ocultas, el espiritismo de Allan
Kardec y la teosofía de Helena Petrovna Blavatsky. Fue amigo personal de los
escritores Henry Rider Haggard, autor de “Las minas del Rey Salomon” y “Allan
Quatermain”, y de Arthur Conan Doyle, autor de “Las Aventuras de Sherlock
Holmes” y de “El mundo perdido”. Todos libros en donde se narran aventuras
fantásticas en letras de molde, de civilizaciones perdidas de hombres blancos y
mundos exóticos. Esta mezcla de aficiones y relaciones, no podía más que
augurar a Fawcett una vida de azarosas epopeyas.
La aventura en la
sangre

A los diecinueve años
Fawcett fue enviado en misión militar a Ceilán (hoy Sri Lanka). Allí
conoció a Nina Paterson con quien se casaría en 1901.
Su permanencia en Celián fue un punto de inflexión
definitivo en su orientación por el esoterismo. Allí descubrió la arqueología,
la historia y el budismo. Se cuenta que
durante una tormenta en la jungla, buscó refugio debajo de un árbol donde
encontró una roca muy grande con inscripciones ininteligibles. Las copió y se
las mostró a un sacerdote budista quien le confirmó que provenía de un antiguo
alfabeto oriental llamado sanzar. Lo cierto es que el sanzar era un idioma de
origen tibetano del cual ya no hay registros. Para algunos ocultistas, el
sanzar era la lengua que se hablaba en las míticas civilizaciones de Lemuria y
Atlántida. Esto llevó a Fawcett a pensar que esos textos tenían relación con
las civilizaciones perdidas que luego buscaría en el Amazonas. Para ese
entonces, Fawcett además conocía de memoria los diálogos de Critias y Timeo
narrados por Platón donde se menciona la Atlántida. El senzar era también el idioma de un
misterioso manuscrito denominado “Las stanzas de Dzyan”. Justamente, los
comentarios a esta enigmática obra, son los que conforman el monumental libro -base
de la teosofía- llamado “La Doctrina Secreta”, escrito por Madame Blavatsky.

Explorador y cazador en
Sudamérica

Su
misión era internarse en una región selvática fronteriza entre Bolivia y
Brasil, y cartografiar el área como parte mediadora en el conflicto limítrofe
que existía entre ambos países. Esa sería la primera de una serie de siete
expediciones que realizó en el continente sudamericano que finalizaría con la
realizada en el año 1924 y que lo llevaría a visitar además de Bolivia y
Brasil, Perú, Argentina y Paraguay.
En 1908 desembarcó en Buenos Aires, de la que no tenía
buenos recuerdos. Su impresión -de la que se conocía como la Paris de
Sudamérica-, era de opulencia arquitectónica y económica, pero decía “parecía
que en el ambiente flotaba una aureola de vicio”. Luego de pasar unos días en
la ciudad, de visitar el Jockey Club, de recorrer las grandes tiendas y los
paquetes cafés, se embarcó en un vapor de la línea Mihanovich con rumbo a
Rosario, para luego seguir Asunción del Paraguay, y de ahí directo al Mato
Grosso.
Más allá de su tarea como topógrafo, Fawcett se interesó
por la fauna y la flora tropical, y aprovechaba toda oportunidad para practicar
la caza. Animales no faltaban en el Matto Groso o en la cuenca del Amazonas, y
muchas veces el objetivo de su actividad cinegética pendulaba en el mero
deporte, la obtención de carne para el campamento o simplemente la defensa
propia.
En el transcurso de su estadía en la selva, tuvo la
oportunidad de ver criaturas por demás extrañas. Se cuenta que un día se topó
con una anaconda gigante de casi 20 metros de largo. Se cuenta también que a su
regreso a Inglaterra, fue ridiculizado por los zoólogos escépticos de la
existencia de semejante monstruo jurásico. También registró en su bitácora
encuentros con una especie de perro de aspecto felino, con los sabuesos andinos
de dos narices, con la araña gigante Apasanca o tarántula Goliat, así como las
más comunes especies de pirañas, vampiros, pecaríes, tapires, jaguares y monos,
de los que dio buena cuenta gracias a su notable puntería y habilidad de
cazador. Hasta toros cimarrones cayeron bajo su mira. En su diario relata que
un día fueron atacados por tres toros salvajes, que tuvieron que matar para
salvar sus vidas.
En el tiempo que duraron sus viajes, aprendió rudimentos de
español y portugués, lo que le permitía comunicarse con los nativos y
aborígenes, a los que trataba de manera cordial, tal vez con la condescendencia
característica de una personalidad imperial. Asistió también a la explotación
aberrante de los aborígenes utilizados como mano de obra en lo que se llamó el
boom del caucho. Si bien la esclavitud había sido abolida hacia ya tiempo,
parecía que nadie se había enterado de eso en esas tierras salvajes y alejadas
de la mano de Dios.

La Gran Guerra
Si bien para el año 1914 Fawcett era un reconocido geógrafo con vasta
experiencia en las selvas de la América del Sur, al estallar la guerra con el
Imperio Alemán se ofreció voluntario -a pesar de tener casi cincuenta años- y
dirigió una brigada de artillería en Flandes. Su afición por el ocultismo lo
llevó a consultar médiums y a utilizar la tabla ouija para predecir donde sería
el próximo ataque de obuses germanos. Las infames trincheras del Somme lo
vieron dirigir a sus hombres a una muerte segura contra la metralla, los
morteros y los gases alemanes. De hecho, en 1916 él mismo sufrió un ataque de
gas que lo dejó ciego temporalmente y naturalmente fuera de combate. Ese mismo
año, la Royal Geographical Society, le otorgó la prestigiosa “Founder´s Medal”
por su contribuciones a la cartografía en Sudamérica. Terminada la guerra,
volvió a centrarse en sus investigaciones arqueológicas debido a que sus
expediciones habían captado la atención de académicos y del público en general,
aunque no la de inversores dispuestos a financiar los costos de sus viajes.
El
manuscrito 512
En 1920 Fawcett encontró un documento del siglo XVIII en la Biblioteca
Nacional de Rio de Janeiro, el Manuscrito 512, que supuestamente pertenecían a
un explorador portugués que afirmaba haber encontrado en plena selva amazónica,
una ciudad amurallada similar a las de la Grecia antigua. El texto, cuyo título
es “Relación histórica de una oculta y grande población antiquísima, sin
moradores, que se descubrió en el año 1753”, es un informe dirigido al Virrey
por parte del jefe de una expedición de bandeirantes portugueses.
Esos manuscritos cautivaron a Fawcett, y lo terminaron de convencer de
la existencia de una ciudad perdida en medio de la selva brasileña, a la que él
denominó “Z”.
Poco tiempo después recibió un particular obsequio de parte de su amigo
Rider Haggard: una talla de basalto negro de unos 20 centímetros de alto
provenientes de la selva del Brasil. Fawcett hizo investigar la reliquia con un
psicometrista, una especie de parapsicólogo de nuestra época, quien fue
contundente en el diagnostico: el ídolo de basalto provenía de la Atlántida,
sin lugar a dudas. Para el explorador las piezas del rompecabezas comenzaban a
armarse de manera coherente. Estaba claro que tenía que volver a la selva y
encontrar la ciudad perdida de “Z”. Por eso, en 1921 se internó en lo profundo
de la selva, pero esa expedición fue un fracaso rotundo. Recogió en el camino
testimonios de diversos indios que hablaban de ciudades inmensas en lo profundo
de la maraña, de indios de piel clara, de luces potentes que asustaban a los
que se atrevían a pasar cerca de sus murallas, de ciudades encantadas que se
desvanecían al acercarse como si fueran un espejismo. Fawcett recorrió los ríos
Xingú, Tabatinga y Gongogi en la región de Mato Grosso, sin encontrar ni un
solo rastro que avalara los testimonios que iba recogiendo en su derrotero. A
su vuelta a Londres con las manos vacías, lejos de desanimarse, decidió
planificar otra expedición, pero esa vez estaría mejor equipado y preparado.
En abril
de 1925 la decisión estaba tomada. Solo le quedaba resolver el problema del
financiamiento, para lo cual convenció a diversas sociedades científicas
británicas y vendió los derechos de publicación de la historia a un
conglomerado de prensa de Estados Unidos, el North American Newspaper Alliance.
La que sería su última expedición estuvo compuesta por su hijo Jack y un amigo
de éste, otro joven de nombre Raleigh Rimmel, además iban dos trabajadores
brasileños, ocho mulas, dos caballos y un par de perros. La ruta estaba
claramente definida. Todo estaba perfectamente planeado. Sin embargo, algo
salió mal. Aún hoy no se sabe qué. La última noticia que se tuvo de los
expedicionarios fue una carta dirigida a su esposa, enviada desde un campamento
llamado Dead Horse (caballo muerto), en donde él mismo había tenido que sacrificar
a un caballo en la expedición anterior. En ella Fawcett aseguraba que iban a
entra en contacto con una tribu de indios en los próximos días y se muestra
preocupado por la salud del joven Rimmel que tenía una infección en una pierna.
La carta concluye con la frase “no debes temer ningún fracaso". Son las
últimas palabras que se conocen del aventurero inglés.
La búsqueda de Fawcett

La falta de noticias llevó a pensar lo peor. En Londres comenzaron las conjeturas del destino que habían corrido los exploradores. Un diario tituló en tapa, que habían sido comidos por hombres-mono caníbales. Tras dos años de aquella última carta, era lógico pensar que habían sido asesinados por nativos hostiles, o que habían perecido víctimas de enfermedades, hambre o animales salvajes. Brian, el hijo menor de Fawcett viajó a la región para intentar averiguar lo que había pasado con su padre y su hermano. A partir de ese momento, las hipótesis se tornaron cada vez más fantasiosas. En Perú un francés aseguró que un anciano de Minas Gerais decía ser Fawcett. Años más tarde, recibió una carta de un colono alemán que decía que Percy y Jack habían vivido en ciudades subterráneas entre los indios y eran adorados como reyes. En las décadas que siguieron a la desaparición de la partida, se organizaron unas trece expediciones de búsqueda y rescate, costando la vida de más de cien personas. En 1927 una placa de identificación con el nombre de Fawcett fue encontrada en una tribu indígena. En junio de 1933 se encontró una brújula de teodolito perteneciente a Fawcett cerca de un asentamiento de indios baciary del Mato Grosso. En 1956 el presidente de la Sociedad Teosófica de Brasil, recibió una carta en la que se afirmaba que los exploradores vivían aún en una ciudad subterránea en la Serra do Roncador, también en Mato Grosso. En 1934, Nina la esposa de Fawcett, declaró que había recibido mensajes telepáticos de su esposo, en los que le decían que estaban prisioneros de una tribu de indios. Ese mismo año el cazador suizo Esteban Rattin, aseguró haber visto al explorador inglés a orillas del Rio das Mortes. La médium irlandesa Geraldine Cummins escribió un libro diciendo que Fawcett le transmitió telepáticamente que había encontrado restos de la Atlántida y que había fallecido en 1948.
En 1956 el escritor y explorador brasileño Eduardo Barros Prado publicó en su libro “Yo viví con los jíbaros” un relato ocurrido en 1928, en el que dice haber encontrado a un anciano ermitaño en un pequeño rancho a orillas del río Casca, y del que aseguraba, era el mismísimo Fawcett, quien apenas si le dirigió la palabra a Barros Prado.
Los años pasaron y el interés por el destino del explorador siguió intacto. En 2004, un director de documentales llamado Misha Williams afirmó que los miembros de la expedición simularon su desaparición para fundar una comuna basada en principios teosóficos en algún lugar remoto de la selva brasileña.
En el año 2005 el periodista David Grann, de la revista The New Yorker, visitó la tribu kalapalo y descubrió que la historia de Fawcett se sigue recordando a pesar de los años, ya que fueron los primeros blancos que esa tribu había visto en su historia. Según dicen, los kalapalos advirtieron a Fawcett de los peligros de internarse en tierras de indios feroces, pero éste no hizo caso alguno. Los kalapalos veían el humo de las fogatas durante cinco días, hasta que dejaron de verlo y presumieron que habían sido asesinados. Por otra parte, en las cercanías de la reserva de los kalapalos, en la cabecera del río Xingú, se encontró un importante sitio arqueológico de una civilización monumental denominada Kuhikugu, emplazada en lo que hoy es parte del Parque Nacional Xingú. En 2009 Grann publicó su libro “La ciudad perdida de Z” con todas las hipótesis existentes a la fecha. Era cuestión de tiempo que Hollywood tomara la posta y se decidiera a filmar semejante historia. Porque aún hoy, el enigmático destino de aquella mítica figura del explorador inglés, un especie de Indiana Jones de la vida real con sombrero Stetson y pipa, sigue cautivando la imaginación de los amantes de la aventura y del misterio.